La semana pasada, la sede de la JMJ acogió un encuentro muy internacional: representaciones de 47 embajadas —19 encabezadas por su embajador— vinieron para informarse sobre la Jornada Mundial de la Juventud. Predispusimos nuestro patio con las banderas de tantos países, que nos han mandado los fans de Facebook, y el arte de Marta, una decoradora que colabora con su buen gusto, y les dimos la mejor bienvenida.
La JMJ despierta la expectación de todo el mundo, en el sentido literal de la expresión, y los diplomáticos no iban a ser menos. Dentro de diez meses, la ciudad se llenará de jóvenes de sus países, y querían saber de buena fuente por qué vienen, cuándo llegarán y qué harán durante una semana de agosto en Madrid. El señor cardenal y monseñor César Franco les dieron las pautas para ellos y para sus Gobiernos.
La invitación tenía truco, claro. No queríamos sólo que supieran, sino que participaran, que se sumaran al resto de instituciones que han decidido ya que la JMJ es cosa suya y colaboran para que sea un éxito. Les pedimos algo muy sencillo: que pongan su grano de arena, como estimen oportuno, en las actividades culturales que los jóvenes quieren organizar. Madrid será una fiesta cultural, con aportaciones de los cinco continentes, y nadie debe perdérselo.
Lo entendieron a la primera. Cuando les invitamos a tomar un aperitivo, muchos de ellos ya tenían planes: desde la delegación de la embajada transalpina, que cederá su consulado como base operativa para los peregrinos italianos y meditaba organizar una exposición en su Casa de Cultura Italiana, hasta el ministro consejero de la embajada de Kazajistán, que preguntaba cómo ayudar para que los jóvenes de su país dieran un recital de música tradicional, pasando por el embajador de Austria, que dirigió una Cumbre europea y ofrecía su asesoramiento para la organización.
Pero si tuviera que quedarme con una historia, elegiría la de la embajadora de Haití. Esa isla del Caribe me recuerda la necesidad de ayudar a los jóvenes de países de recursos limitados y que han sufrido calamidades. Pero la embajadora no venía a pedir ayuda, sino a darla: nos contó que hablaría con todos los haitianos que viven en Madrid, para que abran las puertas de sus hogares a los jóvenes peregrinos, y en Madrid se encuentren como en casa. Que cunda el ejemplo.
Éstas y otras muchas ideas surgieron porque las alumnas de la escuela de hostelería Fuenllana ofrecieron un aperitivo tan extraordinario que a los embajadores les costaba marcharse, y quedaban a merced de nuestras peticiones. Y es que lo espiritual y lo material van siempre de la mano.