El vía crucis de Óscar
Óscar. O la felicidad de existir es la nueva apuesta de UNIR Teatro, un texto del filósofo francés Éric-Emmanuel Schmitt que narra el encuentro con Dios de un niño enfermo de leucemia. Dirigido por Juan Carlos Pérez de la Fuente, exdirector del Centro Dramático Nacional y el Teatro Español, el montaje se podrá ver en Madrid hasta el mes de abril en la sala Arapiles 16
«Óscar ha venido a recordarme que la revolución pendiente es la del amor». Y no son palabras huecas, sino que «él encuentra ese Amor cuando la vida le pega el bofetón más grande que a uno le pueden dar». Juan Carlos Pérez de la Fuente, el que fuese director del Centro Dramático Nacional y del Teatro Español, vuelve al ruedo de la escena con este Óscar. O la felicidad de existir, un texto original del filósofo francés Éric-Emmanuel Schmitt, producido por UNIR Teatro, que narra los últimos 14 días de un niño de 10 años con leucemia.
Desde lo que él llama su hogar, la habitación del hospital donde los médicos le han desahuciado, Óscar escribe cartas a Dios alentado por una voluntaria, Mamá Rosa, una luchadora de catch que le empujará a buscar la esperanza perdida. Además de las cartas, la mujer le propondrá otro juego: «¿Qué te parece si cada día que vives son como diez años?». Así, el niño pasará por la adolescencia y la juventud, conocerá a su mujer en la habitación de al lado, se hará un hombre y la protegerá de los monstruos que la asustan de noche, conocerá a sus suegros y llegará a cansarse, como un anciano de 80 años… Perderá la fe la noche que se siente abandonado y la recuperará en una maravillosa carta en la que cuenta lo que vio al mirar más allá de la ventana de su habitación.
Este formidable texto es el tercero de los relatos que Schmitt escribe sobre la búsqueda de «lo invisible», acerca de la relación de la infancia con el mundo espiritual. «Sin ir más lejos, es el libro favorito del marido de mi hermana, terapeuta que trabaja en el departamento de oncología de un hospital», asegura Yolanda Ulloa, la actriz que magistralmente interpreta a Óscar, a Mamá Rosa y a otra saga de ocho personajes más. Preceden a este texto Milarepa, sobre el budismo, y El señor Ibrahim y las flores del Corán, sobre el sufismo. Recientemente también ha publicado la novela El hijo de Noé, sobre el judaísmo.
El olvido de los que no se curan
Esta búsqueda nació de las preguntas de un hombre que creció entre hospitales, «acompañando a mi padre, que era fisioterapeuta de niños», explica Schmitt. «Las primeras veces tuve miedo de esos niños diferentes y de la enfermedad que los obligaba a permanecer en aquellas habitaciones impersonales». Pero, poco a poco, aquellos niños se fueron convirtiendo en amigos en medio de un mundo en el que «la enfermedad era lo normal y lo excepcional era la salud, un mundo en el que los internos desaparecían no porque habían regresado a casa, sino porque la enfermedad se los había llevado».
La muerte para él «se hizo cercana, próxima, accesible», en un entorno donde los enfermos «demostraban tener un humor feroz». Fue así como se inspiró en los motes de los compañeros de hospital de Óscar: Bacon para el niño quemado, Einstein para el macrocéfalo, Cabeza huevo para él mismo… «¿Qué mejor arma que la broma para afrontar lo ineludible y plantar cara a lo insoportable?». Y sobre todo, recuerda el autor, descubrió «la soledad de aquellos niños, debida a la ausencia de los padres o –peor aún– a la incapacidad de los padres para mantener la relación con un hijo enfermo».
Más tarde, siendo ya adulto, Schmitt, como Óscar, «conoció la enfermedad mortal, pero a diferencia suya, pudieron sanarme». Sin embargo, al curarse, «llegué a pensar que había algo indecente: el olvido de los que no se curan». Así nació el relato de Óscar y Mami Rosa, «por mi obsesión de aceptar la enfermedad y la muerte».
La relación con Dios
Esta aceptación nace de la relación directa del niño con Dios, «uno de los protagonistas de la historia», explica Pérez de la Fuente. Al principio el niño escribe las misivas para agradar a Mami Rosa, sin embargo, «este ejercicio cotidiano le permite distinguir lo esencial de lo accidental y le obliga en cada posdata a definir lo que realmente desea, obligándole a volver a abrirse a los demás y a la vida», añade el autor.
No es habitual encontrar una obra en el cartel madrileño que hable abiertamente de Dios y, además, esté llena de simbolismos. «Son 14 las cartas que Óscar escribe a Dios… su propio vía crucis», revela el director, que además ha escogido la imagen del crucificado del báculo de san Juan Pablo II para proyectar durante una escapada muy especial del niño y su cuidadora. «Hablamos de Dios sin pudor», afirma Pérez de la Fuente, cuya creación va unida a un proceso familiar. «Tras fallecer mi madre hace tres años, a mi padre le dio un derrame cerebral y una noche en la UVI el médico me preguntó que estaba dibujando: era la escenografía de Óscar, estaba haciendo una simbiosis entre el teatro y la vida». Tanto fue así que el día del 59 cumpleaños del director, su padre, en silla de ruedas, llegó desde el pueblo a Madrid, acompañado de sus Mami Rosas particulares para ver el resultado del trabajo de su hijo. «Así se cerraba el proceso».
Pérez de la Fuente está convencido de que este espectáculo «es mucho más interesante para el no convencido que para el convencido». Un hombre que, tras llevar a escena Las confesiones de san Agustín «comenzó a buscar a Dios todos los días de mi vida, algo que aprendí del santo. Lo malo es instalarse, porque lo cotidianizas».