El sacerdote que cura los cuerpos y las almas en Ruanda
A su padre lo mataron cuando él tenía 7 años, y su madre murió durante el genocidio que devastó Ruanda en 1994. «Vi cómo hermanos en la fe mataban a otros hermanos en la fe en mi propia parroquia. Hasta mis parroquianos me querían matar a mí». Desde entonces, Ubald Rugirangoga predica en su país la liberación del perdón, organizando retiros con víctimas, y también con los perpetradores de la masacre que se llevó 45.000 vidas en tres días. En 1991 recibió el don de intercesión por la sanación de los enfermos, con numerosas curaciones físicas y espirituales. Ha estado en Madrid invitado por una comunidad carismática para predicar el retiro Jesús sana hoy. «Soy un cura feliz. El perdón me ha hecho libre», dice
Usted afirma haber recibido en 1991 el don de sanación. ¿Qué es exactamente?
Empecé a rezar por los enfermos en 1987, a raíz de una epidemia de disentería que hubo en mi parroquia y que provocó muchos muertos. Yo tenía miedo de contagiarme y de enfermar cuando rezaba por ellos, pero pensé con mucha fuerza: «¡Tenemos que rezar!», y al cabo de un mes de orar todos juntos en mi parroquia la enfermedad desapareció. ¿Fueron las medicinas? ¿Fue la oración? Yo solo sé que ahí nació dentro de mí el interés en rezar por los enfermos. Formé un grupo de nueve personas que empezamos a rezar cada jueves por los enfermos, con mucha fe y convicción.
En 1991 vino un nuevo don: en la acción de gracias después de una Eucaristía vi venir hacia mí la imagen de un pie izquierdo con heridas. Luego, una mano derecha, junto a una voz que me decía que alguien sufría del codo. Luego, la imagen de un trasero de alguien lleno de heridas. Y luego el vientre de una mujer embarazada, y la voz diciéndome que una mujer tenía miedo al embarazo. Por último, la voz me dijo que había alguien allí que pensaba que daba igual rezar o no rezar. Todas esas imágenes y voces vinieron a mí.
¿Qué significaba todo eso?
Entonces pregunté si alguien allí sufría del pie izquierdo, y un hombre dijo: «Yo», y le pedí: «Prueba a andar», y entonces se levantó y dijo: «¡Ya no me duele!». Después pregunté si alguien padecía de su codo derecho, y un hombre se levantó y dijo que se había curado de repente. Después pregunté si alguien tenía heridas en su trasero y una mujer se levantó del suelo, porque no podía sentarse, y al cabo de tres días las heridas habían desaparecido; ella no se lo creía. Luego pregunté si alguna mujer estaba embarazada y tenía algún problema; una mujer se levantó y dijo que ella había tenido dos hijos pero luego llevaba siete años sin tenerlos, porque había perdido dos hijos, y este no creía que iba a nacer vivo; yo le dije que sí iba a nacer vivo. Y así fue.
¿Y la persona a la que le daba igual rezar o no rezar?
Pregunté por ella también, y se levantó una mujer. Su hijo de 5 años estaba enfermo, con una llaga en una pierna, y el médico le dijo que debía amputarla porque la herida llegaba ya al hueso. Ella quiso rezar y le pidió a su marido que la acompañara, pero él no quiso. Todo eso la deprimió y entonces ella perdió la esperanza en la curación de su hijo, pensaba que la oración no iba a solucionar nada. Pero ella vino a rezar ese día, y al cabo de tres días la herida de su hijo estaba completamente curada.
¿Cómo se lo tomó?
Estaba sorprendido. Yo tengo la convicción de que todo esto viene de Jesús. Eran imágenes, voces, que de repente llegaban a mí cuando rezaba, y la gente se curaba. Todo era nuevo para mí. Decidí consultar con mi obispo, y me recordó que el libro de los Hechos cuenta que también Pedro veía imágenes que le ayudaban en su ministerio. Así que me dio la autorización para llevar a cabo este don.
¿Desde entonces ha sido testigo de curaciones físicas?
Sí, muchas, incluso aquí en Madrid. En el retiro en el que acabo de participar me impresionó una doctora que padecía de un problema en su cabeza y dijo que se le había curado. En otra ocasión, en Estados Unidos, estaba yo rezando en adoración ante el Santísimo, y me vino la imagen de una chica en una silla de ruedas. Por la tarde estaba en un retiro, ¡y vi a la chica que había visto por la mañana! Recé por ella y me fui, y después invité a quien padeciera de alguna parálisis a que se levantara. Ella no se lo creyó en ese momento, pero luego, cuando ya estaba en la sacristía escuché voces fuera: la chica se había levantado de su silla de ruedas.
¡Es Jesús! Él es el que cura. Todo lo que hago es en el nombre de Jesús. Él es el que quiere curar a todas estas personas.
Padre Ubald, también hay heridas interiores, en el espíritu…
Toda curación física está encaminada a una curación espiritual. Cuando ves a alguien que ha recibido una curación, eso aumenta tu fe. Esas curaciones te hacen creer más.
Y también hay sanaciones que pasan por el perdón, porque el odio es una herida muy grande. Pero, al perdonar, las personas se curan y recuperan la paz. Mi misión principal es llevar a la gente a Jesús, llevar a la gente a la fe, a creer en Él, a creer que después de esta vida hay otra. Él es la Verdad, Él está vivo, lo que dice es la verdad.
¿Por qué no hay entonces más curaciones, para que haya más gente que pueda creer?
Es por nosotros. Si nosotros no rezamos por las curaciones, no habrá curaciones.
Usted experimentó en su propia vida el genocidio que hubo en Ruanda. ¿Es posible sanar también esas heridas?
Sí es posible. Yo mismo no tengo ningún odio. El hombre que mató a mi madre durante el genocidio de 1994 es ahora mi amigo; él vino un día a pedirme perdón, y yo lloré, le abracé y le dije: «En el nombre de Jesús, te perdono». Me he hecho cargo de sus dos hijos y les he pagado los estudios.
Uno de sus hijos no podía perdonar a su padre por lo que había hecho. Había matado a muchas personas, y ahora… Yo le dije: «Ven, y recemos juntos», y le pedí que perdonase de corazón. Él lloraba cuando decía: «Perdono a mi padre…».
Esto debe ser difícil de entender para muchos en su país…
Predicar el perdón me ha traído problemas, Dios mío. A veces la gente no lo entiende. Pero para mí el odio es el mal, y lo vencemos con el perdón y siendo misericordiosos. Solo así se puede parar la violencia.
Otro ejemplo: un hombre mató a otro, y el hijo de la víctima se casó con la hija del verdugo. Esa chica, cuando me escuchó predicar el perdón y dar mi testimonio, quiso hacer algo. Ella sabía que su padre había matado a un hombre y había dejado viuda a su mujer, y entonces fue a verla y acabó viviendo con ella, ayudándola en todo. El hijo de aquella viuda, que pudo escapar del genocidio, llegó un día a casa de su madre y se encontró con la hija del asesino de su padre. «¿Qué hace esa chica aquí? Su padre ha matado a papá», dijo enfadado. Pero la madre defendió a la chica: «Es una buena chica, es amable, me cuida mucho». Con el tiempo, él se dio cuenta de la bondad de la chica y cómo cuidaba de su madre, y acabó casándose con ella. Yo bendije su matrimonio y hoy tienen tres maravillosos hijos.
¿Y qué pasó con el padre de ella?
Cuando salió de la cárcel su hija preparó la reconciliación entre ambas familias. Recibió el perdón de la mujer y de su hijo, y él mismo decía: «Soy feliz. Yo quité la vida, y ahora mi hija me la está dando. Yo di muerte y ella da vida». Ahora es un abuelo orgulloso de sus nietos.
Dirige en Ruanda el centro El secreto de la paz. ¿Cuál es ese secreto?
¡El secreto de la paz es el perdón! Este es un centro en el que rezamos por la sanación de las personas. En mi país hay muchas heridos y lo primero que hacemos es escucharlos. Hacemos una escucha cristiana, porque muchos vienen con mucha ansiedad. La gente necesita alguien que los escuche, porque si no se vuelven locos. Pero si tienes alguien que te escucha, entonces compartes el dolor de tu corazón, curas tus heridas. Fundé una congregación llamada Misioneros de la Paz, con ramas masculina y femenina, y también con laicos, como un gran familia, y el carisma que tienen es el de la escucha: acoger y escuchar a las personas, y confortarlas.
¿Qué ocurre cuando uno quiere perdonar pero no puede?
Si no perdonas al alguien, entonces estarás llevando a esa persona encima, como un gran peso, toda tu vida. No perdonar es una forma de morir. Tienes que perdonar, para ser libre, para dormir bien, para no llevar ese peso siempre… Y si no puedes, al menos reza por ello, pídele a Jesús ese don, porque sin Jesús perdonar es imposible. Él lo hace.
Nuestra fe posmoderna, muy infiltrada de racionalismo y moralismo, queda a menudo desconcertada por el extraordinario realismo del Evangelio. Pero muy reales eran la parálisis o la ceguera de aquellos que se acercaban a Jesús. Con Jesucristo, Dios ha irrumpido en la historia abrazando la debilidad, también liberando y sanando a enfermos. Dichas curaciones son un signo del Reino, es decir, verifican y manifiestan que Dios se acerca definitivamente al hombre en su debilidad. Pertenecen irrenunciablemente a la revelación cristiana.
Además, Jesús ha querido capacitar a sus apóstoles para los mismos signos. La Iglesia, que mantiene presente el misterio de Dios en la historia, debía ser capaz de hacerlo con el mismo realismo y la misma viveza de sus milagros (cf. Hch 3,1-10; 14,8-11).
Por eso, la tradición de la Iglesia ha anunciado y suplicado sin cesar a Cristo como médico. Así, los padres de la Iglesia aprovecharon que la salvación también se dice salus, salud, y propusieron enfrentar la patología del pecado con las terapias de la ascesis, la oración y especialmente los sacramentos, fármacos custodiados y servidos por la Iglesia, nuestro hospital de campaña. Es cierto que progresivamente se enfatizó el significado espiritual de esta curación (especialmente litúrgico), pero sin renunciar nunca al significado corporal. Ahí tenemos una historia milenaria llena de santos taumaturgos, milagros alcanzados por la intercesión dirigida al Cielo y santuarios reconocidos como especiales lugares de sanación, amén de innumerables obras dedicadas a los enfermos.
Un carisma es un don particular del Espíritu Santo concedido a la Iglesia en su vida histórica concreta. Su significado último viene dado siempre por la misión de la Iglesia, es decir, que sirva para afinar mejor el testimonio cristiano en el mundo. Ante un carisma de curación, más allá del fenómeno de la sanación corporal, los teólogos destacan su carácter de signo especialmente relevante del señorío de Cristo, que dispone más fácilmente a la fe, la verdadera salus, la plenitud de la vida del hombre, que es uno en cuerpo y alma. La auténtica salud se llama santidad, y somos curados, Dios mediante, para ser portadores en el mundo de esta verdadera vida, la divina.
Jaime López Peñalba
Profesor de Teología e Historia de la Espiritualidad.
Universidad San Dámaso