Vuelve Lluvia constante al Teatro de Bellas Artes de Madrid. David Serrano, director y responsable de la adaptación, asegura que, en 50 años, la obra será considerada un clásico, «un texto cumbre en el teatro de principios de este siglo». Es probable.
Esta es la historia de un policía corrupto que acoge en su familia como a un hermano a su compañero borracho y fracasado, viejo amigo de la infancia. Todo se viene abajo cuando un chulo despechado dispara contra la casa y a punto está de matar al hijo menor. Para el primero, un macho alfa, comienza un vertiginoso descenso a los infiernos. Para el segundo será el inicio de un proceso de emancipación y redención.
Nos encontramos ante un drama brutal, no apto para estómagos delicados, con una puesta en escena minimalista, sostenida por la soberbia interpretación de Roberto Álamo y Sergio Peris-Mencheta. Sus personajes –en cierto modo– son prototípicos del pecador y el corrupto al que a menudo hace referencia el Papa. El pecador sabe que necesita ser redimido; por eso se salva. Pero el corrupto se sitúa por encima del bien y del mal. Y aunque sus propósitos iniciales fueran buenos, se pervierten. Claro que en este poli corrupto, más que maldad, hay estupidez humana, lo cual hace el drama algo más digerible.