El Papa pide «distribuir equitativamente» a los «refugiados que huyen de las guerras»
En el rezo del Ángelus de este domingo, Francisco pidió a los católicos que recen para «aprovechar el resquicio» del cese de las hostilidades en Siria a fin de «dar alivio a la población sufriente» y abrir «el camino al diálogo y a la paz tan deseada»
Tras el rezo del Ángelus de este domingo, el Papa Francisco ha querido recordar una vez más «el drama de los refugiados que huyen de las guerras», y pidió «una acción coral» de las naciones para acompañar a los países como Grecia que están brindando «su generosa ayuda a estas personas». Asimismo, el Pontífice mostró su esperanza por la noticia del cese de las hostilidades en Siria y pidió la oración de todos los fieles para «aprovechar este resquicio».
Una respuesta coral
«Queridos hermanos y hermanas, mi oración, y desde luego la de ustedes, tiene siempre presente el drama de los refugiados que huyen de las guerras y de otras situaciones inhumanas. En particular, Grecia y otros países que están primera línea les están dando una ayuda generosa, que requiere la cooperación de todas las naciones. Una respuesta coral puede ser eficaz y distribuir equitativamente» las cargas de este drama, afirmó el Santo Padre.
«Es necesario apuntar con decisión y sin reservas a las negociaciones. He recibido con esperanza la noticia acerca del cese de las hostilidades en Siria, e invito a todos a rezar para que este resquicio pueda dar alivio a la población sufriente y abra el camino al diálogo y a la paz tan deseada», añadió.
El comportamiento de Dios en las tragedias
El Sucesor de Pedro quiso mostrar su cercanía «al pueblo de las Islas Fiyi, duramente azotado por un ciclón devastador; rezo por las víctimas y por quienes que están comprometidos con las operaciones de socorro». Sólo unos minutos antes, en la breve meditación que suele dirigir a los presentes en la plaza de San Pedro antes de rezar el Ángelus asomado al balcón de los apartamentos pontificios, el Papa había recordado precisamente cómo se comporta Dios ante las tragedias.
«Cada día, lamentablemente, las crónicas reportan malas noticias: homicidios, incidentes, catástrofes… en el pasaje evangélico de hoy, Jesús se refiere a dos hechos trágicos que en aquel tiempo habían suscitado mucha sensación: una represión cruel realizada por los soldados romanos dentro del templo; y el derrumbe de la torre de Siloé, en Jerusalén, que había causado dieciocho victimas», ha dicho Francisco al comienzo de su mensaje.
La superstición del castigo divino
El Papa recordó que «Jesús conoce la mentalidad supersticiosa» de los oyentes de su época y de muchas personas de hoy, «que interpretan este tipo de acontecimientos de modo equivocado» pues piensan que los acontecimientos crueles son «signo de que Dios ha castigado por alguna culpa grave que habían cometido».
Sin embargo, «Jesús rechaza claramente esta visión -aclaró el Santo Padre-, porque Dios no permite las tragedias para castigar las culpas, y afirma que aquellas pobres víctimas no eran peores de los otros. Más bien, Él invita a sacar de estos hechos dolorosos una enseñanza que se refiere a todos, porque todos somos pecadores».
Descargar la responsabilidad en Dios
«También hoy, frente a ciertas desgracias y a eventos dolorosos, podemos tener la tentación de descargar la responsabilidad en las victimas o incluso en Dios mismo. Pero el Evangelio nos invita a reflexionar: ¿Qué idea de Dios nos hemos hecho? ¿Estamos realmente convencidos que Dios es así, o esto no es otra cosa que nuestra proyección, un dios hecho “a nuestra imagen y semejanza”?», se preguntó el Papa.
Y explicó que «Jesús nos invita a cambiar el corazón, a hacer una radical inversión en el camino de nuestra vida, abandonando los compromisos con el mal, las hipocresías, para retomar decididamente el camino del Evangelio» y a «dejarnos interpelar por las desgracias cotidianas para hacer un serio examen de conciencia y arrepentirnos».
RV / José Antonio Méndez
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cada día, lamentablemente, las crónicas reportan malas noticias: homicidios, incidentes, catástrofes… en el pasaje evangélico de hoy, Jesús se refiere a dos hechos trágicos que en aquel tiempo habían suscitado mucha sensación: una represión cruel realizada por los soldados romanos dentro del templo; y el derrumbe de la torre de Siloé, en Jerusalén, que había causado dieciocho victimas (Cfr. Lc 13,1-5).
Jesús conoce la mentalidad supersticiosa de sus oyentes y sabe que ellos interpretan este tipo de acontecimientos de modo equivocado. De hecho, piensan que, si aquellos hombres han muerto así, cruelmente, es signo que Dios los ha castigado por alguna culpa grave que habían cometido; por así decir: «se lo merecían». Y en cambio, el hecho de ser salvados de la desgracia equivalía a sentirse «bien». Ellos se lo merecían; yo estoy bien.
Jesús rechaza claramente esta visión, porque Dios no permite las tragedias para castigar las culpas, y afirma que aquellas pobres víctimas no eran peores de los otros. Más bien, Él invita a sacar de estos hechos dolorosos una enseñanza que se refiere a todos, porque todos somos pecadores; de hecho, dice a aquellos que le habían interpelado: «Si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera» (v. 3).
También hoy, frente a ciertas desgracias y a eventos dolorosos, podemos tener la tentación de «descargar» la responsabilidad en las victimas o incluso en Dios mismo. Pero el Evangelio nos invita a reflexionar: ¿Qué idea de Dios nos hemos hecho? ¿Estamos realmente convencidos que Dios es así, o esto no es otra cosa que nuestra proyección, un dios hecho «a nuestra imagen y semejanza»? Jesús, al contrario, nos invita a cambiar el corazón, a hacer una radical inversión en el camino de nuestra vida, abandonando los compromisos con el mal –y esto lo hacemos todos, ¿eh?, los compromisos con el mal–, las hipocresías –creo que casi todos tenemos un poco de hipocresía–, para retomar decididamente el camino del Evangelio. Pero esta ahí nuevamente, la tentación de justificarse: ¿De qué cosa debemos convertirnos? ¿No somos en fin de cuentas buenas personas –cuantas veces hemos pensado esto: pero, en fin de cuentas yo soy bueno, soy un bueno: y no es así, ¿eh?–, no somos creyentes, incluso bastante practicantes? Y nosotros creemos que así somos justificados.
Lamentablemente, cada uno de nosotros se asemeja mucho a un árbol que, por años, ha dado múltiples pruebas de su esterilidad. Pero, para nuestra buena suerte, Jesús se parece a un agricultor que, con una paciencia sin límites, obtiene todavía una prórroga para la higuera infecunda: «Déjala todavía este año –dice el dueño– […] Puede ser que así dé frutos en adelante» (v. 9). Un «año de gracia»: el tiempo del ministerio de Cristo, el tiempo de la Iglesia antes de su regreso glorioso, el tiempo de nuestra vida, marcado por un cierto número de Cuaresmas, que se nos ofrecen como ocasiones de arrepentimiento y de salvación. Un tiempo de un «año jubilar de la misericordia». La invencible paciencia de Jesús, ¿Han pensado ustedes en la paciencia de Dios? Han pensado también en su irreducible preocupación por los pecadores, ¡cómo debería provocarnos a la impaciencia en relación a nosotros mismos! ¡No es jamás demasiado tarde para convertirse, jamás! Hasta el último momento: la paciencia de Dios nos espera. Recuerden aquella pequeña historia de Santa Teresa del Niño Jesús, cuando rezaba por aquel hombre condenado a muerte, un criminal, que no quería recibir la consolación de la Iglesia, rechazaba al sacerdote, no quería: quería morir así. Y ella rezaba, en el convento, y cuando aquel hombre está ahí, en el momento de ser asesinado, se dirige al sacerdote, toma el Crucifijo y lo besa. ¡La paciencia de Dios! También, ¡lo mismo hace con nosotros, con todos nosotros! Cuantas veces, nosotros no lo sabemos: lo sabremos en el Cielo; pero cuantas veces nosotros estamos ahí, ahí, y ahí el Señor nos salva: nos salva porque tiene una gran paciencia por nosotros. Y esta es su misericordia. Jamás es tarde para convertirnos, pero ¡es urgente, es ahora! Comencemos hoy.
La Virgen María nos sostenga, para que podamos abrir el corazón a la gracia de Dios, a su misericordia; y nos ayude a no juzgar jamás a los demás, sino a dejarnos interpelar por las desgracias cotidianas para hacer un serio examen de conciencia y arrepentirnos.