El misterio de ser madre - Alfa y Omega

No me gustan especialmente los «días de…» Día del padre, del abuelo, del conductor, de la mujer trabajadora, del agua, del cáncer, del tráfico… No me gusta que solo nos acordemos un día al año de las personas y de los problemas más importantes y urgentes que tenemos planteados y que, luego, muy pronto, nos olvidemos de ellos. Si esos días de celebración valiesen como pretexto e impulso para mantener nuestro interés y recuerdo durante todos los días del año, sería estupendo, pero si solo sirven para darnos un pequeño y efímero aldabonazo, para hacer una mínima colecta, para ponerse un lazo azul, rojo, verde… en la solapa y a continuación olvidarse del asunto, me parece algo triste e intrascendente.

Y no me cabe duda de que, si hay un «día de…» que merezca ser celebrado, festejado, honrado con toda justicia, ese es, sin duda, el día de la madre. Y si hay una fiesta que merezca ser celebrada, festejada, honrada y tenida en cuenta todos los días del año, todas las horas del día, esa es sin duda, la fiesta del día de la madre. Porque…

Ser madre es el más alto honor, la más elevada dignidad, la más sublime y sacrificada misión que una mujer puede tener sobre la tierra.

Ser madre es vivir esperanzada desde el primer instante en que sabe que su hijo o su hija, fruto de un acto de amor, anida en sus entrañas.

Ser madre es sentir los latidos del pequeño corazón durante nueve meses y mecerlo al ritmo cálido del suyo.

Ser madre es dar a luz consciente y felizmente al hijo o la hija, como un bello canto de fe en Dios, en la creación, en la vida.

Ser madre es amamantar, arrullar, envolver en caricias y en dulces miradas al recién nacido totalmente indefenso, que irá así troquelando su personalidad sin choques traumáticos ni dolorosos.

Ser madre es velar las enfermedades, a veces las subnormalidades, de los hijos, conocer sus deficiencias y carencias, seguir amándolos con igual fuerza y dedicación, a pesar de todo, con el corazón lleno de dolor y de esperanza, porque, aunque muchas ilusiones y proyectos se le vayan frustrando a lo largo del camino, siempre mantendrá viva la llama del amor y la espera.

Ser madre es sembrar día a día en las mentes receptivas de los hijos e hijas, en el fondo tierno de sus almas, palabras como sacrificio, cariño, remanso, amor a Dios, entrega, seguridad, acogida…

Ser madre es siempre estar explicando (muchas veces sin palabras) la lección de lo bello, de lo justo, de lo verdadero, porque no hay para los hijos ninguna madre fea, engañosa o mala, ni para una madre existe ningún hijo que no sea digno de ser querido y protegido.

Ser madre es comunicar, transmitir, apoyar, enseñar con el ejemplo unas normas, unos valores intelectuales, éticos, estéticos, religiosos…, un estilo de vida que va a servir para siempre a sus hijos de rico bagaje existencial, de modelo permanente de vida.

Ser madre es esperar siempre, siempre, siempre… a la hija o al hijo drogadicto, alcohólico, haragán, descarriado… porque para una madre no hay nunca una hija o un hijo definitivamente perdidos sin remedio.

Ser madre es comunicar creencias, estilos de vida, ser buena, en el sentido machadiano de la palabra; ser algo que no se aprende en los libros, sino en las fibras del alma y del corazón, en la plegaria y la oración.

Ser madre es educar sin coaccionar, asemillar la tierra de sus hijos para hacerla fecunda, enfrentándose valientemente a los que quieren, a toda costa, que ese terreno quede baldío y estéril para siempre.

Ser madre es mantenerse siempre con fuerza y constancia al lado de los hijos; ella sabe que, cuando crezcan, volarán por sí mismos y se marcharán fuera del hogar a vivir su propia vida, pero también sabe que siempre, siempre, siempre volverán.

Ser madre es sacrificarse en todo momento por su progenie, esforzarse en estar junto a ella sin desfallecer, pero sabiendo y aceptando que nunca sus hijos serán totalmente semejantes a ella, porque la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer, sino que cada uno debe trazar su propia senda.

Ser madre es comprender que ella es como un arco tenso del que, como flechas vivas, sus hijos e hijas han sido lanzados a la aventura del vivir: Aunque las flechas lleguen muy lejos en busca de sus propios horizontes, siempre volverán al carcaj de donde salieron para reposar unos momentos en él y recobrar nuevos bríos.

Ser madre, en suma, es intentar parecerse durante toda la vida a María, la madre virginal de Jesús, modelo de madre, modelo de ternura, modelo de amor, modelo de vida, modelo de entrega a Jesús, su divino hijo, nuestro Salvador.

Ninguna teoría filosófica ni antropológica me ha explicado con más exactitud el meollo de la existencia humana y su evolución a través del tiempo como la contemplación deleitosa y sosegada de mi madre, de mi mujer, y de mis dos hijas. Mirándolas, en silencio, mientras ellas hablaban, intuía con claridad el misterio inefable y permanente de la vida en toda su intensidad, en todas sus dimensiones. Mirándolas, he captado, creo yo, la personificación de la esperanza y el amor a través de sus rostros amados de mujer. Mi madre ya se me fue, pero en su lugar, ahora, junto a mis hijas, puedo contemplar ahora el bello y luminoso rostro de mi nieta Natalia, que, algún día, tal vez, puede llegar a ser madre, y entonar de nuevo la melodía del amor, de la fe en Dios, de la canción de la vida, del poema de la esperanza.

José L. Rozalén Medina
Catedrático y doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación

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