La sensación térmica era de -4 ºC, aunque el termómetro marcaba -1 ºC. Pero el fuerte viento introducía la humedad y el frío hasta los huesos. No había nadie a mi alrededor; dos o tres visitantes desubicados, como yo, un mes de enero a una hora en tren de Berlín. Allí, en el campo de concentración de Sachsenhausen, donde el reloj se paró a las 11:08 horas, la misma del día de su liberación, fueron asesinadas unas 70.000 personas. Primero, los perseguidos por los nazis. Después, prisioneros políticos del NKVD. Era un día especialmente turbulento; mucha niebla opaca que calaba la ropa. De pie, parada en el mismo semicírculo en el que cada mañana pasaban revista a los presos, temblaba. De congelamiento y de miedo. Con mi plumas, mi camiseta térmica, mis leotardos especiales… y no podía apenas dar un paso. Qué sería de aquellos con un pijama a rayas húmedo —no había forma humana de secar la ropa— que aguantaban horas en formación soportando las temperaturas y los palos. Cuántas personas agonizarían de neumonía en aquella enfermería. O de experimentos, como cuando les hinchaban el hígado. Y a 200 metros, literalmente, las casitas de colores. El pueblo. La vida. El calor.