La última palabra - Alfa y Omega

La última palabra

Cuando fue rescatada, sepultada entre varios cadáveres, pesaba 32 kilos. Hoy Edith tiene 97 años y ha dedicado su vida a ayudar psicológicamente a otras víctimas. «Podemos elegir ser libres, sean cuales sean las circunstancias», afirma

Guillermo Vila Ribera
Unos prisioneros son liberados del campo de exterminio de Auschwitz
Foto: Reuters / Ho-Auschwitz Museum.

Han pasado 80 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, el lugar donde Occidente tocó fondo. La frase es del periodista Alejandro Requeijo, quien acaba de estrenar un extraordinario documental sonoro que, con la ayuda de textos de Viktor Frankl y Charlotte Delb, recrea la vida en el campo. Porque sí, sabemos que alrededor de 1,1 millones de personas fueron asesinadas en ese lugar; que la mayoría eran judíos, aunque entre las víctimas también había polacos, gitanos, rusos o franceses; conocemos cómo los nazis diseñaron aquel espacio como el de «la solución final», la conclusión salvaje de su ideología enferma. Pero el conocimiento no es sabiduría y los datos no alcanzan a explicar la auténtica dimensión de aquella masacre que dibujó una herida eterna en la piel de la humanidad. 

Esas dos prisioneras que miran al suelo acaban de ser liberadas. Al menos de la prisión concreta de Auschwitz, porque el resto de su vida estaría llena de otras prisiones: los gritos que salían de las cámaras de gas se repetirían en sus pesadillas, los prisioneros que ayudaban a los oficiales de las SS seguirían apareciendo en sus tardes de silencio y el olor de los amigos asesinados sería un compañero de viaje permanente, como una segunda piel. Esas cárceles de la memoria que ninguno podemos imaginar. Esas dos señoras se sujetan entre ellas, como debieron de hacer tantas veces durante su cautiverio, sin saber cómo afrontar ese día de paz, sin atreverse a levantar la mirada en busca de algo remotamente parecido a la felicidad. Después de meses o años durmiendo apretadas en camastros duros, apoyando la cabeza en botas llenas de barro, comiendo una taza de caldo rancio a mediodía y un mendrugo de pan por las noches… después del infierno es difícil abrazar el cielo. El bien tardaría en aposentarse en sus vidas, si es que fue posible. Acaso volvieron a sonreír alguna vez; no sé, quiero pensar que sí, que Dios les regaló algún atardecer hermoso o un par de noches tranquilas. 

Se calcula que quedan unos 220.000 judíos supervivientes del exterminio en todo el mundo. Esa última generación del Holocausto nos recuerda dos cosas: que el mal existe y que no tiene la última palabra. El oficial al mando de Auschwitz, Rudolf Höss, vivía con su mujer y sus cinco hijos en una cuidada casa justo al lado del horno donde asesinaban a los prisioneros. El pasillo por el que llevaban a los condenados y por el que regresaban las camillas con sus cadáveres lindaba con el cuidado jardín lleno de rosales. En ese mismo campo estuvo recluida Edith Eger, cuya madre fue asesinada en la cámara de gas. Esa misma noche, los soldados la obligaron a bailar delante de ellos a cambio de una barra de pan. Cuando fue rescatada al final de la guerra, sepultada entre varios cadáveres, pesaba 32 kilos. Hoy Edith tiene 97 años y ha dedicado su vida a ayudar psicológicamente a otras víctimas. «Podemos elegir ser libres, sean cuales sean las circunstancias de nuestras vidas», afirma. Ese bien es la respuesta, esa esperanza es la última palabra.