El mal que arde y no se entiende
Baste esta imagen gris en la que un solitario trabajador de Emergencias y su perro buscan entre la nada. Por lo que nada pudieron encontrar. El rabo del animal está alerta, porque su instinto le advierte de que algo terrible sucede
El principal problema de Los Ángeles es que no acaba nunca. De hecho, al sobrevolar la ciudad, uno tiene la sensación de que los bloques de viviendas que se extienden por ese inconmensurable valle no tienen fin. No es una ciudad, es un país en sí mismo, una sucesión de barrios enormes, cada uno con su propia rutina, conectados todos por inmensas autopistas de tantos carriles que, desde el primero, no se atisba el último. Es tan colosal ese gigante de asfalto y metal, que su aeropuerto es más grande que la ciudad de Melilla. Uno se pregunta en medio de sus atascos si la vida es posible en ese lugar. Y el caso es que, al mismo tiempo que el ruido y la prisa se te cuelan por las ventanas, las personas que viven allí hablan maravillas de su ciudad, de su entrañable complejidad y de la riqueza y diversidad de sus barrios. Quizá porque Los Ángeles es un punto de encuentro de todas las culturas que fundaron los Estados Unidos, un abrazo de sur y norte que se pronuncia en inglés y en español y en cualquier otra lengua con ganas de trabajar.
Es en sí misma un mundo de cine y pobreza escondida, de lujos y drogas, un abismo donde caben todas las formas posibles de la condición humana. Y se está quemando, a golpe de viento, en dos fuegos distintos originados en Eaton y Palisades. La cifra de muertos y desaparecidos no deja de crecer. Hay decenas de miles de evacuados y más de 16.000 hectáreas han quedado calcinadas, un tamaño equivalente al de todo el municipio de Sanlúcar de Barrameda. Es el quinto mayor incendio forestal de la historia de California. La diferencia es que este ha llegado en la hora punta de la tecnología y tenemos miles de fotos y vídeos que nos permiten conocer, con aterradora exactitud, la profunda dimensión de la tragedia.
Baste esta imagen gris en la que un solitario trabajador de Emergencias y su perro buscan entre la nada. Por lo que nada pudieron encontrar. El rabo del animal está alerta, porque su instinto le advierte de que algo terrible está sucediendo, le anima a seguir atento, por si acaso. Vemos al fondo una mansión que parece haberse salvado, lo que añade más dramatismo a la escena: por qué la casa del vecino sigue en pie y la mía no, por qué se ha perdido la foto de mi boda, el anillo que me legó la abuela y el maldito disco de Sinatra que no podía escuchar sin dejar caer alguna lágrima.
El viento empuja las llamas donde quiere, camino del mar, que levanta un muro de contención donde ya no hace falta. Cuesta encontrar sentido ante el mal que no entendemos. Solo nos queda ese otro azul del cielo, que esconde la promesa de un nuevo día, un umbral de eternidad al que acogerse cuando hoy solo quedan cenizas.