El escepticismo creciente
La ONU, inventada para aportar soluciones a los problemas mundiales especialmente a los de paz y seguridad, viene dando una de cal y otra de arena desde su fundación. No ha llenado, en definitiva, las expectativas para las que surgió y esto, más que por intrínseca incompetencia, viene por el egoísmo y la división de los estados que la componen
No va a haber muchas celebraciones para conmemorar el 75 aniversario de las Naciones Unidas. En estas fechas ya había arrancado la Conferencia de San Francisco en la que nacieron. Vio finalmente la luz el día de san Juan, el 24 de junio de 1945, un poco con fórceps porque los cinco vencedores de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña… tuvieron que emplear la amenaza para imponer algo horripilante: que ellos dominarían la nueva organización.
No habrá festejos. De un lado, porque el horno de la pandemia no está para bollos de ceremonias. Por no hablar del aspecto logístico y de seguridad de cualquier reunión en estas fechas. De otro, porque la ONU atraviesa una de sus intermitentes crisis de desprestigio y el manejo de la pandemia por la OMS, dependiente de Naciones Unidas, ha tenido lunares graves. Es cierto, aunque el Gobierno de España se hizo el sueco permitiendo las manifestaciones feministas de marzo, que la OMS había advertido en enero de la existencia del virus, pero se cree que fue excesivamente complaciente aceptando explicaciones fulleras de China que minimizaban la gravedad del problema. Una vez más, los organismos adscritos a la ONU se pliegan ante las peticiones de los grandes y China es un grande grandísimo, el emergente gran rival de Estados Unidos.
La ONU, inventada para aportar soluciones a los problemas mundiales, especialmente a los de paz y seguridad, viene dando una de cal y otra de arena desde su fundación. No ha llenado, en definitiva, las expectativas para las que surgió y esto, más que por intrínseca incompetencia –ha demostrado su eficacia en terrenos como protección de la infancia o refugiados…–, viene por el egoísmo y la división de los estados que la componen, especialmente de las cinco potencias que poseen el veto.
Es dudoso que el trauma mundial que vivimos ahora, que prueba fehacientemente que no se puede vivir aislado al enseñar claramente que el mundo es una aldea, vaya a hacer cambiar sustancialmente esa conducta egoísta. Tenemos mil ejemplos que lo prueban. El mundo ha vivido varias crisis de seguridad, guerras…Se ha reiterado ad nauseamque el ingente dinero dedicado a armamento debería emplearse en el bienestar diario de los seres humanos. Bien. ¿Quienes son los países del mundo que gastan más en armas o los que más exportan? Los cinco grandes que deberían velar porque eso no fuera así: Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, China y Francia.
Hace días el Consejo de Seguridad de la ONU quiso celebrar una sesión telemática para discutir la imposición de una tregua obligatoria de un mes en todos los conflictos armados que azotan el mundo. Surgió el de Siria –más de 400.000 muertos y cinco millones de desplazados–, en el que la ONU es inoperante por el veto de Rusia a que actúe. Moscú puso dificultades a la creación de pasillos humanitarios, Washington intentó colar que se investigara si China había mentido en el coronavirus y que se pusiera en solfa a la OMS. La ONU, una vez más, quedó trabada.
Trump es un chivo expiatorio, pero las medidas egoístas adoptadas por él en la pandemia (cierre de fronteras, supresión de vuelos…) han sido rápidamente seguidas por los que lo critican. En la profunda crisis que siguió a la Segunda Guerra Mundial Europa se puso de pie porque llegó el Plan Marshall, ayuda que vino de Estados Unidos y no de la ONU. Ahora tenemos en Washington un presidente individualista y aislacionista poco proclive a repetir el gesto de Truman y que considera a bastantes naciones europeas, incluida la nuestra, como gorrones. Queda el hada madrina europea para devolvernos la confianza. Su papel será clave, aunque tampoco debamos esperar milagros. La Unión está profundamente dividida desde hace más de una década prácticamente sobre cualquier tema: los refugiados, la profundización de las instituciones comunitarias, la defensa, la cooperación contra el terrorismo, la actitud ante Putin o Trump y, por supuesto, la cuestión sanitaria, que se enfoca de forma variopinta hasta en la distancia entre personas durante la epidemia –dos metros en Italia, uno y medio en Alemania, uno en Francia–.
El escepticismo sobre Europa se ha disparado en Italia, algo en Hungría, en Polonia. Alemania, que tiene la llave de cualquier rescate, también muestra un cierto cansancio hacia los países del sur. Su Tribunal Supremo ya ha dado un aviso. Un amigo centroeuropeo me comenta que varios países del norte encuentran irritante que España, por ejemplo, tenga más del doble de cargos políticos que Alemania y seamos, con otros del sur, reiteradamente campeones del gasto alegre y del déficit. Los embustes de Sánchez también empiezan a ser notados. La sensata Merkel, a la que echaremos de menos, ha dicho que vivimos ahora sobre una capa de hielo muy fina.
En estos momentos en que aumenta la desconfianza sobre el globalismo, en que las llamadas solidarias del Papa Francisco no obtienen el eco necesario, en que surgen malévolos interrogantes sobre la capacidad de las democracias para combatir la pandemia –China dixit–, la convicción de la justeza del Estado de derecho y de que la Europa democrática es importante para superar la crisis son cruciales. Y surgen dos preguntas: ¿Creerá Europa en el propósito de la enmienda de nuestro Gobierno y que no despilfarrará la eventual ayuda que nos concedan? ¿Será Europa capaz de montar una política sanitaria común para luchar contra cualquier futura epidemia, proteger a los trabajadores de vanguardia, sanitarios, policías…, garantizar las cadenas de aprovisionamiento? Tengo dudas sobre ambas.
Inocencio F. Arias
Diplomático y ex representante permanente de España ante las Naciones Unidas