El elixir de amor - Alfa y Omega

El elixir de amor

Javier Alonso Sandoica

Musicalmente, El elixir de amor es una de las óperas más logradas del repertorio belcantista. Donizetti, con 34 años, la tuvo que componer por encargo, en tan sólo dos semanas. A punto de iniciarse los primeros ensayos, al compositor aún le quedaban asuntos que apuntalar: algún recitativo incompleto, un aria con la que no se encontraba satisfecho, etc. El éxito fue rotundo, como lo sigue siendo cada vez que se representa. En el Teatro Real de Madrid se puede ver hasta el 20 de diciembre, con un elenco irreprochable de primeras voces. Pero he de plantarme en la dirección escénica de la producción: el responsable es Damiano Michieletto, un joven que tiene a medio planeta escandalizado y al otro hechizado. Es de los artistas que no soporta cuadrar las escenas en los tiempos que refieren los libretistas. Por eso, a veces se pasa de frenada, como es el caso.

A mí me pareció un logro su adaptación de Poliuto, también de Donizetti. La ópera cuenta el martirio de un converso al cristianismo, en la Armenia del siglo III. Los que van a ser bautizados lo hacen en absoluta clandestinidad, y allí se acerca Poliuto, a conocer a Cristo de cerca. Michieletto abandona Armenia y el siglo III, y hace una inteligente adaptación a nuestros tiempos. Los cristianos son unos tipos vestidos de Armani que viven en el sótano de una fábrica, sometidos a una irracional ideología. En el hecho religioso encontrarán la única posibilidad de reconocerse como seres humanos. Sin embargo, en la presente producción, sitúa el argumento de El elixir de amor en una playa con chiringuito.

El tema es muy simple: un joven campesino se enamora de una terrateniente caprichosa, y tendrá que valerse del elixir de un charlatán ambulante (que no es más que vino de Burdeos, en definitiva, mero placebo) para conquistarla. Pues Michieletto nos sitúa la acción en una playa con resonancias ibicencas, con despedida de soltera, fiesta de la espuma, drogas, boys… La frivolidad de la puesta en escena oscurece por completo el argumento. Es verdad que se trata de una ópera bufa, pero la fuerza dramática de la música imprime a los sentimientos de los protagonistas una humanidad del todo ensombrecida por el mal gusto. Aunque sólo por oír al barítono uruguayo Erwin Schrott, merece la pena la velada.