El dichoso sacamocos - Alfa y Omega

Había oído hablar de la filiación divina tantas veces que, probablemente, la había convertido en una teoría. Claro está que la fe necesita ser vivida o, de lo contrario, se convierte en una especie de ideología más. Somos humanos y uno puede llegar a acostumbrarse, incluso, a que Dios (el creador de cielo y tierra, el omnipotente, el Amor con mayúsculas) sea, nada más y nada menos, que su Padre.

Por fortuna, la vida tiene algunas sacudidas que ayudan a recolocar las cosas en su sitio. Cuando nació mi hijo, en pocos minutos, percibí que mi universo iba a cambiar. Y el planeta fe no ha quedado ajeno a la mutación radical. Ser madre significa un antes y un después, entre otras cosas, porque todo se vive desde una atalaya privilegiada: transmitir la vida, nutrirla, protegerla, verla crecer, educarla… En el fondo, es la experiencia humana más parecida a la de Dios, que nos regala el ser, lo alimenta con su amor y, siempre, busca el máximo bien para nuestra historia.

Por eso, aunque parezca mentira, estas letras están alumbradas a altas horas de la medianoche, en un momento crucial de un catarro infantil. El niño se ahoga porque tiene flemas en la naricilla y en la garganta. Cada vez respira peor y termina por desperezar al duermevela de su madre. Ella sabe lo que tiene que hacer, pero lo teme más aún que al colapso de las mucosas. Va hacia el baño. Coge el instrumental. Y vuelve, temerosa, hacia la cuna y hacia su esposo que, sabiendo lo que se avecina, no sabe si presentarse voluntario o renunciar a la custodia paterna por unos minutos.

Los padres sacan de la flaqueza fuerzas, cogen al pequeño y preparan el material: suero fisiológico para meter a presión por las narices, toallitas infantiles y el aspirador: alguien inventó ese artilugio utilísimo para sustituir a las tradicionales peras de goma; ahora, basta aspirar aire por una cánula para que un pequeño tubo de plástico (protegido con una espuma por dentro) suene al bebé que aún no sabe usar pañuelos. A partir de entonces, la batalla es cruel: el niño intenta zafarse moviendo la cabeza en todas direcciones, ayudándose de pies y brazos; los padres quieren desistir, pero saben que aspirarle es la única forma de que no se ahogue: y, por turnos, vuelven a la carga con el dichoso sacamocos. Con varios intentos y mucho sufrimiento (a nadie le gusta provocar el llanto desconsolado de un indefenso), los progenitores logran, más o menos, su tarea. Y el niño se duerme feliz, como si nada, mientras su papá y su mamá se reponen del combate.

Y Dios, padre del niño y padre de los padres, sonríe desde el cielo. ¿Cuántas veces le armamos la de san Quintín porque pensamos que nos hace sufrir, cuando en realidad lo que está haciendo es limpiarnos las vías respiratorias, para que no se nos ahogue el alma?