«El diálogo derriba los muros de las divisiones y de las incomprensiones»
El Papa Francisco reflexionó este sábado ante miles de fieles y peregrinos sobre el diálogo como un aspecto más de la misericordia
Ante miles de fieles y peregrinos de todo el mundo, el Papa Francisco impartió este sábado en la Plaza de San Pedro una catequesis jubilar que versó sobre la misericordia y el diálogo, al hilo de un pasaje del Evangelio de san Juan, el que narra el encuentro de Jesús con una mujer samaritana. «Lo que impresiona de este encuentro es el diálogo entre la mujer y Jesús. Esto nos permite hoy subrayar un aspecto muy importante de la misericordia, que es precisamente el diálogo», comenzó el Pontífice.
A renglón seguido, afirmó que el diálogo permite a las personas conocerse y comprender las exigencias de uno y del otro: «Ante todo, es una señal de gran respeto. En segundo lugar, es expresión de caridad, porque puede ayudar a buscar y a compartir el bien común. Además, nos invita a ponernos ante el otro viéndolo como un don de Dios, que nos interpela y pide ser reconocido».
En este sentido, Francisco afirmó que dialogar ayuda a las personas a humanizar las relaciones y a superar las incomprensiones. «Hay tanta necesidad de diálogo –continuó– en nuestras familias, y ¡cómo se resolverían más fácilmente las cuestiones si aprendiéramos a escucharnos recíprocamente! Es así en la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos. Cuánta ayuda puede surgir también del diálogo entre los maestros y sus alumnos; o entre los dirigentes y los obreros, para descubrir las mejores exigencias del trabajo».
También puso de manifiesto que la Iglesia vive del diálogo con los hombres y mujeres de cada tiempo para comprender sus necesidades y contribuir al bien común. Citó, por ejemplo, la responsabilidad de todos para proteger la creación, el diálogo entre las religiones en la construcción de la paz y de una red de respeto y de fraternidad.
«Todas las formas de diálogo son expresiones de la gran exigencia de amor de Dios, que va el encuentro de todos y en cada uno coloca una semilla de su bondad, para poder colaborar con su obra creadora. El diálogo derriba los muros de las divisiones y de las incomprensiones; crea puentes de comunicación y no consiente que alguien se aísle, encerrándose en su pequeño mundo propio. No olviden: dialogar es escuchar aquello que me dice el otro y decir con mansedumbre aquello que pienso yo. Si las cosas funcionan así, la familia, el barrio, el lugar de trabajo serán mejores», concluyó.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El pasaje del Evangelio de Juan que hemos escuchado (cfr. 4, 6-15) narra el encuentro de Jesús con una mujer samaritana. Lo que impresiona de este encuentro es el diálogo entre la mujer y Jesús. Esto nos permite hoy subrayar un aspecto muy importante de la misericordia, que es precisamente el diálogo.
El diálogo permite a las personas conocerse y comprender las exigencias de uno y del otro. Ante todo, es una señal de gran respeto, porque coloca a las personas en actitud de escucha y en la condición de acoger los mejores aspectos del interlocutor. En segundo lugar, el diálogo es expresión de caridad, porque, si bien no ignorando las diferencias, puede ayudar a buscar y a compartir el bien común. Además, el diálogo nos invita a ponernos ante el otro viéndolo como un don de Dios, que nos interpela y nos pide ser reconocido.
Muchas veces no vamos al encuentro de los hermanos, a pesar de vivir junto a ellos, sobre todo cuando hacemos prevalecer nuestra posición sobre la del otro. No dialogamos cuando no escuchamos lo suficiente o tendemos a interrumpir al otro para demostrar que tenemos razón. Cuántas veces, cuántas veces estamos escuchando a una persona, la detenemos, y decimos: «¡No! ¡No! ¡No es así!» y no dejamos que la persona termine de explicar aquello que quiere decir. Y esto impide el diálogo: esto es agresión. El verdadero diálogo, en cambio, necesita de momentos de silencio, en los cuales captar el don extraordinario de la presencia de Dios en el hermano.
Queridos hermanos y hermanas, dialogar ayuda a las personas a humanizar las relaciones y a superar las incomprensiones. Hay tanta necesidad de diálogo en nuestras familias, y ¡cómo se resolverían más fácilmente las cuestiones si aprendiéramos a escucharnos recíprocamente! Es así en la relación entre marido y mujer, y entre padres e hijos. Cuánta ayuda puede surgir también del diálogo entre los maestros y sus alumnos; o entre los dirigentes y los obreros, para descubrir las mejores exigencias del trabajo.
La Iglesia también vive del diálogo con los hombres y las mujeres de cada tiempo, para comprender las necesidades que se encuentran en el corazón de toda persona y para contribuir a la realización del bien común. Pensamos en el gran don de la creación y en la responsabilidad que tenemos todos de proteger nuestra casa común: el diálogo sobre este tema tan importante es una exigencia ineludible. Pensamos en el diálogo entre las religiones, para descubrir la verdad profunda de su misión en medio a los hombres, y para contribuir a la construcción de la paz y de una red de respeto y de fraternidad (cfr. Enc. Laudato si’, 201).
Para finalizar, todas las formas de diálogo son expresiones de la gran exigencia de amor de Dios, que va el encuentro de todos y en cada uno coloca una semilla de su bondad, para poder colaborar con su obra creadora. El diálogo derriba los muros de las divisiones y de las incomprensiones; crea puentes de comunicación y no consiente que alguien se aísle, encerrándose en su pequeño mundo propio. No olviden: dialogar es escuchar aquello que me dice el otro y decir con mansedumbre aquello que pienso yo. Si las cosas funcionan así, la familia, el barrio, el lugar de trabajo serán mejores. Pero si no dejo que el otro diga todo aquello que tiene en el corazón y comienzo a gritar –hoy se grita tanto– esta relación no terminará bien; no terminará bien la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos. Escuchar, explicar, manso, no gritar al otro, no gritar: corazón abierto.
Jesús conocía bien aquello que estaba en el corazón de la samaritana, una gran pecadora; no obstante no le negó el poder expresarse, la dejó hablar hasta el final, y entró poco a poco en el misterio de su vida. Esta enseñanza es también válida para nosotros. A través del diálogo, podemos hacer crecer los signos de la misericordia de Dios y hacerlos instrumento de acogida y de respeto. Gracias.