«Hacemos los chilaquiles para las mayores sin guindilla, porque pican mucho. Aunque hay una de ellas que se atreve, y luego anda con los labios rojillos toda la tarde», bromea sor Gemma Oliva, mexicana y superiora del convento de San Rafael, en Córdoba, habitado desde 1655 por religiosas capuchinas. La cocina mexicana predomina en la comunidad, formada por 13 monjas llegadas desde Guanajuato hace ya 23 años. «Había muy pocas religiosas aquí y nos llamaron para repoblarlo. En nuestra comunidad, en México, éramos más de 80», recuerda sor Gemma. Se vinieron con lo puesto y la máquina de tortillas bajo el brazo para dar a probar las delicias de su tierra a las monjas españolas de su nuevo hogar. Hoy, autóctonas solo quedan cinco, la más joven de 77 años. Pero tan hermanadas están «que hasta tienen acento mexicano» y disfrutan de los chilaquiles, las sincronizadas, el pique o las tortillas como si hubieran nacido en la misma Ciudad de México.
«Era necesario el refuerzo. Desde hace muchos años no hay vocaciones españolas y tenemos un convento enorme, a pocos metros de la plaza de toros de Las Tendillas», explica la superiora, que llegó a Córdoba con poco más de 20 años. El caserón que habitan era una casa noble del siglo XV, perteneciente al duque de Sessa, quien dejó al legado de las monjas a su hija Margarita cuando tenía 3 años. En prenda, regaló el edificio a las capuchinas, que criaron a la niña. «Cuando la pequeña tenía frío, se ponía el hábito de las monjas, y tanto le gustó que acabó profesando y llegó a ser abadesa».
La cesión del abnegado padre terminó siendo un arma de doble filo para las religiosas, porque en los años 70 los herederos del ducado reclamaron su herencia. «Nuestras hermanas tuvieron que ir a juicio y casi pierden el convento». Pero por casualidad, indagando en las crónicas escritas, «descubrieron que el ducado se comprometió a pagar sine die al coro de monjas, y en un momento de la historia dejó de hacerlo. Y por ese motivo perdieron el juicio, porque habían faltado a una cláusula».
«Cada vez nos compran menos»
El convento se sostiene, a duras penas, gracias a los ingresos de las religiosas, que tienen un obrador de hostias. «Desde hace años servíamos a toda la diócesis, pero hace un tiempo nos han bajado los pedidos radicalmente. Dicen que es por los chinos, que las hacen más baratas. Y la verdad, estamos pasando un momento muy difícil», cuenta sor Gemma. Hace diez años la carcoma estuvo a punto de derribar cinco retablos del interior de la Iglesia, varios de ellos del siglo XVIII. Y hace poco «se nos cayó el techo de la cocina. Casi mata a la hermana que estaba allí, la rozó tan cerca que se le rompió la bata».
Pero estas clarisas capuchinas no pierden la sonrisa ni la esperanza. Emocionadas por darnos a conocer su receta favorita, los chilaquiles, recuerdan que su voto de pobreza, nacido de la reforma que hizo la española Lorenza Longo —ayudada por los capuchinos— de la primera regla de santa Clara, las ha acostumbrado «a vivir con lo necesario: oración y pobreza en fraternidad».
Pinche aquí para descargar la receta en PDF
Pinche aquí para ver todas las recetas de Entre pucheros también anda el Señor
Ingredientes
- Tortillas de maíz
- Tomate al gusto
- Cebolla al gusto
- Guindilla al gusto
- Un diente de ajo
- Queso para fundir
Preparación
Se cortan las tortillas en triángulos y se fríen en aceite bien caliente hasta que queden tostaditas. Después se cortan en taquitos muy pequeños el tomate, la cebolla y la guindilla, se pone a cocer la mezcla en un poco de agua y, cuando esté hecha, se muele. En una sartén con un poquito de aceite se vierten el molido y los triángulos de maíz. Se cubre todo con el queso y se tapa la sartén para que se deshaga.