Era ya casi la una de la mañana. Pleno febrero y noche de frío y lluvia, pero con tanta calidez humana dentro de casa que, incluso con el balcón abierto, la desazón invernal no tuvo espacio. Una reunión de mujeres. Muchas, periodistas de medios completamente dispares en forma y fondo. A priori, puntos de vista radicalmente diferentes, pero con una apertura elegante e inteligente a la conversación, a comprender el espacio de cada una y su punto de vista. Llevábamos ya horas hablando de actualidad y de las noticias de la semana, todas verdaderamente preocupadas por la salud del Papa, hasta que llegó el diálogo profundo. El que tiene que ver con el corazón, con los anhelos humanos. Con el dolor y la esperanza. Y ahí no hay puntos de vista. Quizá sí nomenclaturas. Nos quedamos dos, mano a mano con la experiencia. Lo que ella llamó amor líquido yo lo llamaba falta de valores y moral. Lo que ella llamaba deseo de un amor incondicional yo lo llamaba matrimonio con Dios en el medio. Pero ambas hablábamos de lo mismo: el ser humano está hecho para amar y ser amado, en lo bueno y en lo malo, sin liquidez ni egoísmo. Aquella noche fría de febrero nos hicimos amigas.