Eduquemos para la comunión - Alfa y Omega

Nuestra Comisión Diocesana por la Comunión Eclesial ora y trabaja para que todos —pastores, vida consagrada y laicos— descubramos que la comunión es necesaria para ser creíbles. Sabe que, en la situación que atravesamos, la Iglesia ha de hacer partícipe a la sociedad de la belleza con la que Jesucristo la impregnó. Y ahí emerge con fuerza la figura del testigo, que muestra que la educación es una obra de amor. Su tarea no es solamente técnica o profesional, sino que toca todos los aspectos de la persona: la dimensión social, la dimensión trascendente que se manifiesta muy particularmente en el amor… Cuando se promueve una cultura marcada por un relativismo a veces agresivo, con falta de certezas, de valores, de esperanzas y de sentido de la vida, el Señor nos está urgiendo a entrar por los caminos de este mundo y regalar lo que hemos recibido.

Hay unas palabras del Papa Benedicto XVI que siempre es bueno recordar: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona (Jesucristo), que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). Cuando contemplamos situaciones de división y de ruptura, enfrentamientos y olvidos de los que más necesitan o que se pisotea la dignidad de las personas, para quienes somos cristianos se hace urgente anunciar al Señor. Pero no lo podemos hacer de cualquier manera. Como nos decía el Papa san Juan Pablo II, hemos de evangelizar teniendo en cuenta que un «aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de las Iglesias particulares, es el de la comunión (koinonía), que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia» (Novo millennio ineunte, 42).

Precisamente por esta necesidad de vivir la comunión, en nuestra Iglesia de Madrid nació en 2016 la Comisión Diocesana por la Comunión Eclesial. Constituida por un grupo de laicos, miembros de la vida consagrada, diáconos y presbíteros, que representan sensibilidades distintas en la vida de la Iglesia diocesana, animan a llevar las cargas los unos de los otros, a compartir, a colaborar y a sentirse corresponsables, cultivando la espiritualidad de la comunión, que es el espíritu que debe animar nuestras comunidades cristianas. Promueven un estilo de comunión que nos pide la colaboración de todos (obispo, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos, asociaciones, movimientos, hermandades, cofradías, niños, jóvenes y adultos), para así manifestar que somos una Iglesia viva que camina con la belleza que le da ser Pueblo de Dios unido y en marcha. Una Iglesia que escucha permanentemente aquellas palabras de Jesús antes de su Ascensión: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 19-20).

Este caminar juntos depende de si existe o no el encuentro con Jesucristo. Es más, para expresar que este Pueblo vive la comunión, tienen que servirnos de guía permanente esas palabras del Señor de hondo calado y que nunca podemos olvidar: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 35). Porque el encuentro con Jesucristo da una orientación decisiva a la vida, y empuja a mantenernos en el amor mismo que Él nos ha regalado. De tal modo que la comunión no es optativa, sino que nace del encuentro con Jesucristo e impregna toda nuestra misión evangelizadora. El Señor nos dice: «Quiero entrar en tu casa».

Qué tarea más bella tenemos todos los discípulos de Cristo: vivir y mostrar que tenemos «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Realizando esta comunión de amor, la Iglesia se manifiesta como sacramento, es decir, como «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano», como nos dice el Concilio Vaticano II. Porque muchas cosas serán necesarias para hacer el camino histórico de la Iglesia, pero si en ese camino falta el amor, la caridad (agapé), todo será inútil. Como subraya el apóstol san Pablo en el Himno a la Caridad, que tantas veces hemos escuchado y meditado, la caridad, el amor, la comunión es el corazón de la Iglesia; si nos falta no anunciamos a Jesucristo. Y por tanto, tampoco educamos.

Os propongo estas tres direcciones o tareas para educar en la comunión:

1. Seamos custodios de la verdad y de la caridad. Sabemos que la verdad y el amor vienen de Dios, los custodia la Iglesia y, a través del servicio de los apóstoles y sus sucesores, nos llegan a nosotros. Qué fuerza tienen aquellas palabras del apóstol san Juan: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 3). La belleza de la comunión que anunciamos y en la que deseamos vivir se realiza en el encuentro con Cristo. Ahí se crea la comunión con Él y, en Él, con el Padre y el Espíritu Santo.

2. Promovamos todo un estilo de comunión. Hemos de ser promotores de ese estilo de comunión que se revela en estas palabras de Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). Seamos valientes para llevar las cargas de los demás, compartiendo, siendo colaboradores, sintiéndonos corresponsables en tareas y con personas… La contribución ha de ser de todos, entre todos y para todos.

3. Descubramos que la comunión se realiza en Cristo resucitado. Desde el inicio de la misión, la comunión tenía como centro y fundamento a Cristo resucitado. ¡Qué fuerza tiene, para comprender esto, la narración que nos hace el Evangelio en la Pasión! En el momento de prender a Jesús, de ser condenado a muerte, todos los discípulos se dispersan, solamente su Madre y algunas mujeres con el apóstol san Juan permanecieron juntos y lo acompañaron en el Calvario. Pero si nos damos cuenta, después de la Resurrección, el Señor dio a los discípulos una nueva unidad, mucho más fuerte. Y esta nueva unidad no se fundaba en recursos humanos. Tenía su fundamento en la gran misericordia de Dios, desde la que ellos se sentían amados y perdonados.

Como recordaremos este domingo en Madrid, con el I Domingo por la Comunión en la Iglesia Diocesana, todos podemos ser creadores, promotores, y descubridores con la gracia y el amor de Jesucristo de la comunión.