Conviene recordar que, por lo que toca a las verdades de Dios que podemos conocer, existen dos órdenes o ámbitos de conocimientos, distintos tanto en su principio como por su objeto. En su principio, porque en uno nosotros conocemos por la razón natural y en el otro por la fe divina; en su objeto porque, más allá de los dominios a los que la razón humana tiene acceso, existen otras verdades (otra realidad) o misterios escondidos en Dios, que se nos proponen para ser creídos y que, efectivamente, no pueden ser conocidos si no nos son previamente revelados.
Por su condición natural, el ser creado no conoce de Dios sino algunos de sus atributos, que encuentra reflejados en las cosas que le rodean y mediante el complejo mundo de la analogía y la abstracción. El ser finito percibe, como en un espejo y en la distancia, algunos rasgos del ser infinito que es Dios. Se trata, en el fondo, de reconocer cuál es nuestro punto de partida, la fuente de nuestro conocimiento humano y cuáles son las condiciones en las que se lleva a cabo.
Hay, pues, verdades religiosas que están a nuestro alcance, aunque no sean accesibles de hecho para todos los hombres, en sus circunstancias históricas concretas; o cuando lo son, no siempre resultan fácilmente cognoscibles y sin mezcla de error (tales como la existencia de Dios, la libertad o la inmortalidad del alma, etc.). Hay otras verdades, al contrario, que nos resultan absolutamente inaccesibles, tal y como es la naturaleza de nuestras facultades, y que no conoceríamos si Dios, por caminos elegidos por Él mismo, no nos las hubiera revelado (tales como la Trinidad, la presencia de Cristo en la Eucaristía, la visión beatífica, etc.).
La divina Revelación no es, pues, la condición de todos los conocimientos que el hombre puede tener de Dios. Anteriormente a todo acto de fe sobrenatural existe la posibilidad de un conocimiento natural, no solo de la existencia de Dios, sino de numerosas verdades morales y religiosas que de aquella se desprenden; verdades que podemos calificar como verdades filosóficas, morales o históricas, adquiridas a partir de los primeros principios de la razón, de la experiencia humana o incluso por numerosas investigaciones científicas.
La aportación de la fe a este conocimiento de tipo natural es de una riqueza absolutamente original, en el modo superior en el que adquiere la posesión de aquellas mismas verdades (con una precisión más rigurosa y una claridad superior), pero a la vez en el contenido, o sea, en la adquisición de nuevas verdades, que serían desconocidas de otra manera, pues superan nuestra capacidad racional, tanto en su aspecto receptivo como en su fuerza más activa.
El acceso humano a los misterios divinos, verdades que nos superan en cuanto a su esencia y a su existencia también, es puro don inmerecido de la gracia de Dios. Ningún hombre, a menos de ser un insensato, puede pretender poseer una ciencia ilimitada. Pues, si eso es así por lo que atañe a las verdades de este mundo, ¡qué no será con respecto a las verdades de orden sobrenatural! Ahora bien, puntualicemos que este tipo de verdades (que tienen que ver con otra realidad, con la realidad de Dios) son y están por encima de nuestra razón, lo que no equivale a decir que están contra ella.
El misterio no es un absurdo, una afirmación sin sentido que reclama una adhesión ciega, por parte del hombre, y violenta para con los principios de su propia facultad. También en el misterio, por muy sobrenatural que sea, podemos descubrir algún tipo de coherencia y de orden que encierra en sí: la verdad misteriosa de Dios, en todos sus aspectos más particulares, si así podemos decir, gira en el fondo en torno a un núcleo fundamental, que da sentido a todo lo demás: y ese es el misterio de un Dios Trinidad que se manifiesta, invitando al hombre, por Él creado, a participar eternamente de su divina contemplación, y al que ha sido necesario rescatar, mediante la encarnación del Hijo divino, una vez extraviado por sus pecados.