La Navidad celebra el nacimiento de Cristo. Es momento para alabar aquel instante supremo en que el hombre recuperó la posibilidad de su salvación, y el modo en que la idea de Redención se vinculó para siempre con su libertad y dignidad, lejos del determinismo de la naturaleza, del consuelo ilusorio de la mitología y de la desesperada carencia de razones para habitar la tierra. Celebramos, por tanto, un nuevo comienzo, que se inserta en el origen mismo de nuestra civilización y proporciona sentido de eternidad a nuestro tiempo, universalidad a nuestra vida, espiritualidad a nuestra condición biológica y vinculación inextinguible a los fundamentos morales de nuestra existencia como hijos de Dios.
Sin embargo, hay algo que, casi sin apreciarlo, no dejamos de celebrar, de representar en escenarios teatrales, de fabricar en delicadas arquitecturas hogareñas, de colocar en las plazas y esquinas, en recintos escolares y jardines urbanos: la familia de Jesús, plenamente constituida en un humilde establo del villorrio de Belén. Porque Jesús no fue revelado, como ocurre en los mitos paganos o en las leyendas religiosas de la antigüedad, a través de una fuerza de la naturaleza. No se desprendió de una roca, ni brotó de un árbol, ni cobró forma en una lluvia colérica ante los ojos asombrados y afligidos de unos seres que asistían a una muestra más del poder absoluto de sus dioses.
La familia como refugio
La Verdad luminosa de Cristo empezó por donde siempre comienza la Revelación: por el milagro y la humildad, no por la magia y la humillación. Jesús no entró en el mundo de los hombres. Jesús se hizo hombre. María fue inspirada por el aliento de Dios: el Espíritu Santo fecundó su cuerpo inmaculado. Realidad del acto de la Encarnación, pero también metáfora maravillosa de la presencia del Creador en el arranque de toda vida humana. Jesús se formó en el vientre de María, nació con dolor y llanto, y fue acogido con ternura infinita por sus padres. Hijo del hombre, Dios encarnado, estrenaba su vida en aquel estado de debilidad y completa inocencia común a sus hermanos. El niño Jesús, protegido del frío por José y por María, venerado como Dios, amado como hombre, síntesis singular e irrepetible, milagro constante sostenido en una hora excepcional, cuyo poder simbólico y cuya enseñanza profunda nos alcanzan a más de 2.000 años de distancia.
La celebración de la Navidad es también la exaltación de la familia. En estos momentos de crisis, la familia ha mostrado que es raíz inexcusable de la vida social del hombre, garantía de su formación emocional, fuente de recios valores que protegen y orientan la trayectoria de cada individuo, referencia imprescindible de nuestra existencia, solidez a la que nos acogemos cuando el mundo tiembla a nuestro lado.
En los peores trances de este ciclo económico aterrador, la familia no ha dejado de ser ámbito de consuelo, de protección, de sustancia inalterable ante los vaivenes de la fortuna. Ha ayudado del modo más elemental, paliando circunstancias de sufrimiento económico. Pero ha ofrecido otro tipo de consuelo, junto al indispensable refugio para las penalidades materiales. Ha dado fe de una comunidad íntima, nuclear, sobre la que se trama e inspira toda forma de socialización.
Devastadora banalidad
España ha pasado, como todo Occidente, por un devastador periodo de banalidad, de despreocupación y pérdida de sustancia moral. Ha residido en una jovial ausencia de principios, en una constante improvisación de frivolidades, en un permanente abandono de tradiciones a las que se achacaba caducidad, cuando no oscurantismo. La ignorancia que se ha adueñado de nuestro mundo, el desprecio inaudito por nuestra cultura y la insolencia de querer actuar como si nuestras raíces colectivas fueran obstáculo para nuestra libertad individual, han arremetido con especial saña contra la familia. No ha habido aspecto alguno de esta que no haya sido impugnado. La función educativa de los padres, la preservación de la vida concebida, la fidelidad de los esposos como prenda de un amor que se arriesga a cualquier sacrificio, la unión prometida más allá de las enfermedades, de la pobreza, del cansancio nervioso o de la comodidad superficial, son mucho más que un contrato administrativo.
En momentos en que la injusticia, la violencia, la miseria y el fanatismo golpean este siglo, una Verdad permanente parece reiterar la imagen de Jesús, niño y Dios acunado por María, hombre y Dios velado por José. Una Verdad que asoma cuando, interrumpiendo por unas horas el desorden del mundo, una familia se reúne junto al pesebre para cantar su alegría por estar juntos, su indomable resistencia a la adversidad. Para afirmar su fe en aquella familia de Belén que, en el principio de nuestra era, proyectaba una escena inmortal que nos ilumina, un destino eterno que nos justifica.