Con sabor a bizcocho - Alfa y Omega

Juan ha venido a verme de nuevo. El otro día asomó la cabeza por la sacristía con actitud de pedigüeño. Pudo ver que aquí no le íbamos a dar «demasiadas cosas», pero sí hubo un momento de mirada sincera y nos presentamos por el nombre. Hoy volvía contrariado porque la gente le rehuía por la calle: «No me quieren dar la mano», decía, mientras los negros dedos mesaban su barba. Juan tiene algo de bautista: su color de piel es color de desierto; su casa camina con él, cargada a las espaldas; come lo que en cada momento salta a su lado; profetiza con pudor que hay otra forma de ver la vida y de vivirla.

«Los niños solo piensan en tener videojuegos y han perdido el disfrutar de un paseo por el rastro, pero, sobre todo, disfrutar del cariño de sus familias». Con esa claridad me hablaba mientras compartíamos un trozo de bizcocho y un café. «Claro que creo en Dios, es lo único y lo mejor que nos queda a la gente de la calle. Cuando desconfías tanto de los demás, te cuesta creer, pero al final es aquí donde siempre hay alguien que te escucha y te acompaña, como si fueran parte de ese Dios». Sus palabras sonaban tan a Evangelio que seguro que el Jesús del retablo tuvo que sonreír.

Él ya conocía el rosario de recursos para los peregrinos de portales, plazas e iglesias. Lo que agradecimos ambos fue ese buen ratito de charla calmada, de calor humano, de olor a café, de conexión casi sobrenatural. Seguro que algunos fieles se sintieron incómodos al verle caminar por la sacristía y por el templo como un niño por el parque. Todavía llevaba en sus manos algún trozo de bizcocho. Juan no tiene casa, pero, como todos, busca un hogar para su corazón y para sus heridas. Juan es de desierto y de noches a la intemperie, pero sueña con mirar las estrellas y contemplar en el cielo la sonrisa del buen Dios. Al ir a despedirnos escondía la mano como con vergüenza. No solo nos dimos la mano, también un abrazo con migas en la barba y aliento a café.

Juan volverá; de hecho no se ha ido, su presencia se ha quedado en la sonrisa de ese Cristo del altar que en su día nos recordó dónde podíamos encontrarle aunque, a veces, se nos olvide.