Querido José Luis - Alfa y Omega

Una llamada me sorprendía estos días. Un buen amigo de la calle ha aparecido muerto arropado por el frío, las hojas, los cartones y algún paquete de vino. Peregrino de la vida, caminante de piel macerada por el sol, con ojillos sonrientes y cicatrices en el alma. Capaz de ir hasta Roma andando, con la valentía del que nada tiene porque todo lo posee, enamorado de los perros y de los niños. Entraba en el templo a rezar o a calentarse, al final viene a ser lo mismo, cerrar los ojos para encontrar algo o a alguien que prenda tu interior. Cargando con su mochila, una mochila con lo esencial: algo de ropa, sus medicinas, una Biblia, algunos papeles… Fiel a los cafés con sus amigos, a las conversaciones sin reloj, a los abrazos verdaderos. Cabezota, muy cabezota, y muy suyo: le costaba aceptar a los diferentes, siendo él tan especial y tan diferente. A José Luis le gustaba trabajar, sentirse útil; tan pronto te limpiaba el patio como te pintaba una casa o te organizaba el jardín. Hay quien tiene flores entre sus dedos y pétalos de colores en su corazón. Su mayor pecado era no cuidarse apenas. Hacía poco caso a su cuerpo, poco caso a los médicos, poco caso a los compañeros de camino que se preocupaban por él. Por eso no temía a la muerte pero sí a la soledad y a la tristeza. El día que recibió el Bautismo, la Comunión y la Confirmación fue discreto, como sus pasos, y festivo, como una boda gitana. Aprendía los cantos para alabar, para bendecir, para pedir perdón, para decir a Dios secretos al oído. Dando tumbos: de la finca al parque; del parque al albergue; del albergue al hospital; del hospital al videoclub; del videoclub a la casa parroquial; de la casa parroquial a la calle. Peregrino de la ciudad y de los caminos. Sediento de vino y de abrazos. Buscador de santuarios en los que poder dormir y, a lo mejor, rezar. Querido amigo, seguro que este último camino será ligero y hermoso, saltando entre las nubes y las estrellas, sin el peso de tu mochila ni de tus cicatrices, con tus ojillos sonrientes y tus brazos bien abiertos, al encuentro del abrazo del buen Dios.