¿Con qué compraremos pan?
XVII Domingo del tiempo ordinario
Casi seguro que el mayor problema económico y político de hoy es el del pan. Muchos millones de personas pasan hambre y mueren a causa de la desnutrición y de sus consecuencias. Quienes no hemos visto el azote del hambre más que en las películas, nunca haremos lo suficiente por caer de verdad en la cuenta de que la muerte por hambre es una realidad sangrante, que está ahí, al otro lado de la puerta de nuestras sociedades del consumo y del despilfarro.
A diferencia de otros tiempos de mayor incomunicación –en los que paradójicamente tampoco existía este drama del hambre endémica de muchísima gente–, hoy toda la humanidad está más unida que nunca técnica y políticamente. Pero esa cercanía física y operativa ha de convertirse también en cercanía humana, en fraternidad. ¿Cómo lo haremos?
En el momento culminante de su misión en Galilea, Jesús multiplica el pan para que no se quede sin comer una multitud de personas que lo seguía entusiasmada. No eran gente que pasara hambre. Pero, naturalmente, eran personas que necesitaban comer y que tenían que procurarse el pan todos los días. Era un pueblo que andaba buscando sobre todo un líder que le diera esperanza como pueblo. Andaban detrás de Jesús, porque sospechaban que Él podía ser aquel Mesías a quien esperaban.
Entonces, Jesús aprovecha la circunstancia para enseñar a sus discípulos y a la gente lo que se podía y se debía esperar realmente del Mesías, del enviado de Dios. ¿Era el pan para aquella comida? Bueno –les dice a los suyos, a quienes veía preocupados por el problema del pan–, pues dadles vosotros de comer (Mc 6, 37). El Evangelio de san Juan subraya que fue el mismo Jesús quien se adelantó a preguntarles: ¿Con qué compraremos panes para que coman estos? Tanto aquel desafío como esta pregunta eran un modo de probar a los suyos. Estaba claro que no había modo humano de dar de comer a tantos. Pero bien sabía él lo que iba a hacer.
Algunas interpretaciones racionalistas reducen el milagro a una acción más de solidaridad humana: compartieron y hubo para todos. Pero no fue eso lo que la gente vivió con Jesús. Aquel día quisieron hacerlo rey, porque Él había hecho algo maravilloso que ellos no habrían podido ni imaginar. Sólo que lo interpretaron mal. Jesús ha venido por algo mucho más importante y renovador que dar milagrosamente pan a quienes no lo tienen. Ha venido a darse a sí mismo como alimento de esperanza eterna, capaz de cambiar radicalmente la vida de las personas y de los pueblos. El pan multiplicado no era un pan milagroso que dispensara del trabajo necesario para cuidar el mundo y cuidar nuestra vida. Jesús no vino a hacerles ninguna competencia desleal a panaderos y economistas. Con aquel pan les enseñaba que Él viene a darnos el pan del Cielo.
Quien vive de este Pan, quien vive del Hijo de Dios, queda plenamente saciado. Es el hambre de Dios, de amor incondicional y de vida eterna la que es saciada con el Pan que reparte el Señor, en el que se encierra su propia persona. Por eso, quien come de ese Pan es liberado del ansia de tener y de poder para ser en verdad hijo de Dios y hermano de todos. El Pan de la Vida es el pan de la verdadera fraternidad, capaz de hacer saltar los muros del hambre en el mundo.
En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Tiberiades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.
Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente dijo a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?» (Lo decía para tantearlo, pues bien sabía Él lo que iba a hacer). Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo». Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero ¿qué es eso para tantos?» Jesús dijo: «Decid a la gente que se siente en el suelo».
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados; lo mismo, todo lo que quisieron del pescado.
Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie». Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: «Este sí que es el profeta que tenía que venir al mundo». Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña Él solo.