Este domingo comenzamos la Semana Santa. El Domingo de Ramos es el prólogo de esta semana en la que os invito a que viváis la novedad que adquiere la vida del ser humano y la historia con los acontecimientos que vamos a celebrar. La Semana Santa no es para defender un poder mundano secular, tampoco es una semana para defender el prestigio de una empresa o algo semejante. Es una semana santa en la que podemos contemplar cómo el ser humano y todos los caminos del hombre, en todas las latitudes de la tierra, se abren de una manera nueva, absolutamente nueva. Es una semana santa en la que podemos descubrir y vivir que la vida plena del hombre, de toda la humanidad, de todo lo que existe, no está en el éxito, sino en el amor y en la entrega a los demás.
Es una semana en la que debemos, y así se nos invita a hacerlo, dedicarnos más a la oración, es decir, a un diálogo más intenso con el Señor, a dejar que Él nos mire y nos hable, a la escucha de la Palabra de Dios, a vivir la celebración de la fe con profunda intensidad y a dejarnos envolver por el misterio. Es obligación de todo cristiano prescindir del propio yo y exponerse a la mirada amorosa e interpelante de Jesús. Porque en el centro de nuestra vida está siempre el encuentro con Cristo vivo que da una orientación absolutamente nueva. El encuentro con Él es decisivo, pues ahí nos llega el amor que Dios mismo nos da, un amor que perdona, sana y santifica. Es una semana para contemplar la grandeza de Dios. Y aquí recuerdo unas palabras de san Ignacio de Antioquía: «El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza» (Carta a los Romanos, III, 3). No disolvamos nuestra fe en demasiadas discusiones sobre detalles que, a la larga, vemos que son muy poco importantes; tengamos ante nosotros siempre la grandeza de Dios, la grandeza de la fe.
Qué fuerza tiene lo que tantas veces subrayó san Agustín: Dios es Logos y Dios es Amor, «hasta el punto de que –como explicaba Benedicto XVI– se hizo totalmente pequeño y asumió un cuerpo humano y al final se entregó como pan en nuestras manos». Dios es Logos, es razón; «nuestra fe es algo que tiene que ver con la razón, se puede trasmitir mediante la razón, no tiene que esconderse de la razón». Y esta razón tiene un corazón que «le impulsó a renunciar a su inmensidad» y se hizo carne. Y en esto radica la grandeza de Dios para nosotros, pues lo hemos entendido, no es una hipótesis, lo conocemos, nos conoce, «podemos conocerlo cada vez mejor si permanecemos en diálogo con él».
La Semana Santa pone a Dios en el centro de nuestra vida y de las comunidades. En las celebraciones y en las procesiones, gracias a las diversas imágenes de Dios que toma rostro humano, el pueblo se va identificando con Él y entendiendo la pasión y el amor que tiene por todos los hombres, el mismo que debemos tener nosotros. Es una ocasión para primar la oración, el diálogo con el Señor, el silencio para percibir su presencia en medio de nosotros; para primar la amistad personal con Jesucristo y, por tanto, la llamada a la santidad que pasa por amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
La Semana Santa es un tiempo para volver a tener ánimo, fe, esperanza y amor. Tiempo para salir, para que no nos encerramos en nosotros mismos, para sentirnos impulsados por el amor de Cristo a salir y a acoger, a buscar siempre a quien se perdió o no conoció. Tiempo para tomar una hoja de ruta e ir a las periferias, a los que más necesitan, a los más pobres, sea la pobreza que sea; ellos son los que clavan la mirada en nosotros y nos provocan la misma pregunta que sacaron de Jesús: ¿qué quieres que haga por ti? Tiempo para ver que hemos de cambiar el mundo y, allí donde está el mal, oponer el bien que repercutirá su presencia en todos. Tiempo para acumular y llevar la misericordia, que es la medicina que cura y sana en lo profundo del corazón del ser humano. Tiempo para descubrir al demonio que es quien nos quiere separar de Dios y dividir a los hombres entre amigos y enemigos, mientras que Cristo nos dice que somos hermanos. En la Semana Santa haz esta prueba: sal de ti mismo, encuéntrate con los pobres, entra en las periferias, regala la medicina de la misericordia y no te dejes alcanzar por el demonio. Te invito a que en la Semana Santa vivas esta experiencia:
1. Jueves Santo. Celebra la institución de la Eucaristía, del ministerio sacerdotal y del día de la fraternidad y que, gracias a la misma, la Iglesia renace siempre de nuevo, es la red en la que todos nosotros los discípulos de Cristo, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo, es el corazón de la Iglesia. En la Eucaristía es Cristo quien se nos entrega edificándonos continuamente como su cuerpo. Es la donación que Cristo ha hecho de sí mismo en la Cruz. ¡Qué cambio más radical se produce cuando los cristianos permitimos que toda nuestra vida tome forma eucarística! ¡Qué fuerza tiene poder decir que donde está Cristo allí está toda la Iglesia! La Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre, ese amor que impulsa siempre a dar la vida por todos, porque nos amó hasta el extremo. La Cena es el lugar donde nació la Iglesia. Pidamos por los sacerdotes que nacen allí también. Y en el misterio del amor más grande surge la revolución más grande y bella realizada con el arma del amor.
2. Viernes Santo: Pasión y Muerte del Señor. Es Jesús quien revolucionó el sentido de la muerte y lo hizo con su enseñanza y afrontando Él mismo la muerte. «Al morir destruyó la muerte» y esto conmueve todos los cimientos. Cristo mató la muerte que mataba al hombre, la muerte ha sido privada de su veneno. Porque el amor de Dios ha dado un giro absoluto a la existencia del hombre, fue transformado el morir. En Cristo, con su Pasión y Muerte, la vida humana es paso de este mundo al Padre y la hora de la muerte es el momento en que este paso se realiza de modo concreto y definitivo. Por eso quien se compromete a vivir como Él, es liberado del temor a la muerte y la vive como san Francisco de Asís nos describe en el Cántico de las criaturas; es el rostro de una «hermana» por la cual se puede incluso bendecir al Señor: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal». Nos lo recuerda san Pablo: «ya sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor».
3. Vigilia pascual: ¡Resucitó! Renovemos continuamente nuestra adhesión a Jesucristo muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es nuestra Pascua, pues en Él, resucitado, se nos da la certeza de nuestra resurrección. La fe de los cristianos, como nos dice san Agustín, es la Resurrección de Cristo. Es muy importante afirmar la verdad fundamental de nuestra fe que es la Resurrección de Cristo: por nuestro Bautismo, al morir con Cristo al pecado, renacemos a una vida nueva, se restablece en nosotros la dignidad de hijos de Dios en el Hijo. En la Vigilia Pascual se nos indica el sentido de este día con tres símbolos: la luz, el agua y el canto nuevo, el Aleluya. Ojalá sepamos vivir y hacer nuestras estas palabras: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás» (Jn 11, 25-26). Cuando se debilita la fe en la Resurrección del Señor, se debilita el testimonio de los creyentes. La Resurrección es nuestra esperanza, nos introduce en un nuevo futuro.