«Cada cosa tiene su tiempo bajo el cielo» - Alfa y Omega

​Termina un año que no creo que sea una suma de momentos sin conexión, como un collage imposible. Por el contrario, vamos tejiendo la vida con aquello que acogemos, que decidimos, que amamos y que nos dejamos amar. Hay años que son cambios de etapa. Comienzo de comienzos, como he aprendido a ver. ​Se abre un tiempo de novedad. Pero confieso que, ante todo, creo que cada año se consolida, como la dovela del arco, en la coherencia que da ese entramado de maravillosas historias diarias, llenas de milagros que dan consistencia silenciosa a todo lo demás. Son la vida diaria de nuestras comunidades, nuestras parroquias, la cotidianeidad de ese entramado de vidas de servicio y entrega en medio de nuestra ciudad.​ Tiempo saboreado con Paula y Ramón, que se han enamorado y comienzan una preciosa historia de noviazgo. Tiempo del nacimiento de Ignacio; de la despedida y el duelo por Francisco, el padre de una amiga… o esos momentos inolvidables que quedan escondidos como besos de Dios.

​La cotidianeidad también ha dado paso a un tiempo de sorpresas. En forma de llamada, de repente se ha abierto este año, también para mí, un tiempo de novedades que me injertan de forma nueva a este pueblo de Dios que camina en Madrid. Con la conciencia de que el Señor «no llama a los capaces, sino que capacita a los que llama» afronto un nuevo comienzo como obispo, servidor de la comunión y de la vida de fe en esta diócesis. Insertándome en una gran cadena de obispos y apóstoles de nuestra Iglesia. E inmediatamente, sin tiempo para reposar, me ha abierto una nueva mirada para servir a la Iglesia universal y al mismo Papa como cardenal. Tiempo de sentir con la Iglesia y de unir a esta diócesis de Madrid al servicio de Pedro. Tiempo de caminos sinodales, de buscar horizontes que respondan a los retos de la evangelización en esta gran ciudad.

​Pero no olvido que este ha sido tiempo también de guerras y de noche. Tiempo de violencia global. Es fácil mirar y percibir la ira, la dureza que se nos está instalando en las entrañas. ​Tiempo de pesimismo. Ese tono de preocupación por el presente, de sensación de ruido en esta sociedad de la comunicación; vértigo por percibir que las instituciones se tambalean, miedo al futuro, polarización… Este tiempo nos pone alerta: la fe, la esperanza y la caridad nos dicen que hay que tener cuidado con esa mirada derrotista que no atina a ver cómo Dios siempre primaverea y despunta en cada periferia, en cada Belén, en cada sepulcro.

​Es tiempo de serenidad y de desvelar el paso de Dios a ritmo de dialogo y convivencia. No es la uniformidad, sino la capacidad de asumir las diferencias sin convertirlas en flechas hacia el otro. Es la llamada del tiempo a aprender a convivir con la diversidad y aprender a hacernos complementarios, en diálogo y con discusión creativa y amable. Será una llamada para el año que llega. Se ha sembrado en el aprendizaje y el abrazo de aquella JMJ en la que los jóvenes dijeron a la Iglesia que es posible el encuentro cuando dejamos que la fe, el entusiasmo y la esperanza amasen nuestras diversidades.

​Tiempo de los pobres y los vulnerables. Ellos marcan la verdad del paso del tiempo, pues es el lugar desde donde Dios lo vive y mide. En nuestra ciudad, no me dejan de doler la indiferencia y las grandes barreras de desigualdad y sufrimiento. No puedo terminar el año como obispo sin dejarme conmover por los olvidados. Es tiempo de poner delante a los últimos, como los olvidados de la Cañada Real y, especialmente, esa parroquia de nuestra diócesis donde viven y celebran sin luz, sin condiciones dignas y sin visos de encontrar vías de solución desde hace más de cuatro años. Este es tiempo para despertar de un tedio que invisibiliza la pobreza que tenemos cerca, que construye ciudades invisibles en nuestra ciudad y que olvida con facilidad.

​Y es tiempo de sentir el clamor de la tierra, de la creación que gime y nos pregunta por el mundo que dejamos a las nuevas generaciones. De la mano del Papa, este año hemos recibido la llamada a un verdadero cambio de rumbo, a una nueva conciencia de la relación del ser humano consigo mismo, con los demás, con la sociedad, con la creación y con Dios.

​«Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo»: sembramos cada segundo de este 2023 como una promesa de futuro donde estamos todos unidos e imbricados entre los matices de lo que hemos vivido. Tiempo ahora de esperanza, de nuevos caminos, de retos y de valentía por afrontarlos juntos. Dios no falla si le dejamos habitar cada tiempo y hacemos de él lugar de bendición.