Buenos hijos - Alfa y Omega

La bondad es una virtud algo denostada en nuestros días. Hasta tal punto que, para demostrar que no se es tan bueno, se hace alusión a la madre Teresa de Calcuta con esa expresión tan popular y tan manoseada: «No te creas que soy la madre Teresa» y múltiples versiones de la misma frase.

En nuestra casa, un centro para personas adultas con discapacidad intelectual y del desarrollo, la bondad forma parte del aire que se respira; es una característica que se repite en cada una de las personas que atendemos las hijas de Santa María de la Providencia junto al personal laico y los voluntarios. Llevo años intentando que se me pegue algo de esa virtud, y cada año sigo pasando con un aprobado raspado el examen de junio. En septiembre me vuelvo a presentar para subir nota, pero desgraciadamente, me encuentro siempre con la misma nota o, incluso, más baja.

Nuestro fundador, san Luis Guanella, llamaba a las personas con alguna discapacidad «buenos hijos». ¡Y qué razón tenía, porque son realmente buenos en la mejor extensión de la palabra! Y así les llamamos en nuestras casas de todo el mundo donde tenemos presencia y misión. De hecho, tienen máster acreditado en ojos limpios, en mirada transparente, y son admirables por esa gran capacidad de querer que les caracteriza y que, apenas la percibes, te deja avergonzado por no poseerla.

Dicen que el bien se difunde –también el mal, por desgracia–, pues nuestros hermanos con alguna discapacidad reconocida –recordemos que todos tenemos alguna o muchas–, difunden el bien y la bondad por donde pasan, dejando tocados a religiosas, educadores, cuidadores y voluntarios. Son buenos hijos de verdad que, si no existieran habría que inventarles, porque son unos compañeros de camino necesarios para aprender a vivir en otra dimensió más humana, más fraterna y más sencilla, ideales que nos recuerda el Papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti. Ellos son el paradigma de la verdadera fraternidad, que se construye desde la apertura y la bondad del corazón. «Por su propia dinámica, el amor reclama una creciente apertura y mayor capacidad de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra todas las periferias, hacia un pleno sentido de pertenencia mutua». (Fratelli tutti, 95).