Benedicto, XVI en México. De la espera, a la esperanza
Tras la beatificación de Juan Pablo II, el 1 de mayo de 2011, el presidente de México, Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, en compañía de Margarita Zavala, su esposa, invitó a Benedicto XVI a que fuera a México, porque el pueblo mexicano «lo necesitaba», pues «está sufriendo mucho» por la violencia y el crimen organizado. Concluyó el presidente: «Ellos (los mexicanos) lo necesitan más que nunca»
El tono de la invitación a Benedicto XVI a visitar México fue inusual para un país que guarda mucho las formas y cuya Constitución reclama un presidente laicista, que no haga aseveraciones de carácter religioso. Mucho menos frente al Papa. La respuesta de Benedicto XVI fue: «Sí, lo sé» (que México está sufriendo) y «haremos lo posible» (por aceptar la invitación).
Diez meses más tarde, el Papa está a punto de cumplir su palabra. Del 23 al 26 de marzo, realiza su primera visita al segundo país del mundo en número de católicos (aproximadamente, 100 millones de mexicanos son o se dicen católicos). Y lo hará acercándose a celebrar una Misa multitudinaria en el Parque Bicentenario, a los pies de la montaña de Cristo Rey, el Cerro del Cubilete, corazón del México cristero, el que se levantó en armas de 1926 a 1929 contra un Gobierno que no quiso entender la fe popular, que la creyó una superchería y que la combatió de manera feroz. Los arreglos, en 1929, «marcaron profundamente el catolicismo mexicano y aconsejaron al episcopado mantener una actitud de prudencia con respecto a las relaciones con el Estado», escribió Andrea Riccardi, en su libro El siglo de los mártires.

El pueblo mexicano —profundamente visual y cuajado de signos— sabe leer muy bien el peso histórico de la presencia del Papa. Sabe leer muy bien que el Vicario de Cristo lo puede aliviar de la pesada cargada de violencia que ha dejado la lucha contra el narcotráfico en algunos Estados de la República.
La huella de Juan Pablo II
Muy pocas veces se ha visto una relación tan estrecha entre un eslavo y un pueblo mestizo como la que se dio entre Juan Pablo II y los mexicanos. Desde el 26 de enero de 1979, cuando inauguró y participó en los trabajos de la III Asamblea General del CELAM en Puebla, hasta el 31 de julio de 2002, cuando canonizó al primer indígena de América, el vidente de las apariciones de Santa María de Guadalupe, Juan Diego Cuauhtlatoatzin, Juan Pablo II estuvo presente en México, al grado tal que lo bautizaron como el Papa mexicano.
De los 105 viajes internacionales de Juan Pablo II, cinco fueron a México. Recorrió buena parte del territorio nacional, desde Mérida, en la península de Yucatán, hasta Durango, en el Pacífico, o Monterrey, en el norte, o Oaxaca, en el suroeste. El Papa viajero dejó una huella imborrable, al grado tal que el recorrido de sus reliquias, en 2011, provocó tumultos, aglomeraciones, oleadas de fervor, y la estancia perenne de una de las ampolletas de su sangre recolectadas en el hospital Gemelli, al que, tras ingresar muchas veces, el Papa Wojtyla acabó llamándolo el Vaticano II.
Sin embargo, un solo lugar emblemático de la geografía mexicana se le negó, literalmente, a Juan Pablo II: el Cerro del Cubilete, coronado por el monumento a Cristo Rey. Se trata del corazón geográfico de México y el sitio de peregrinaciones más socorrido por los que han recogido la estafeta de la cristiada. En la capilla que está debajo de la colosal figura de Cristo Rey, dos jaculatorias, escritas por don Manuel Urquiza y Figueroa, hacendado de Querétaro, y aprobadas por el Papa Pío XI, resumen tanto los fervores como los recuerdos de los cristeros: Sagrado Corazón de Jesús, perdónanos y sé nuestro Rey; Santa María de Guadalupe, Reina de México, ruega por tu nación.

Los cristeros morían —como los mártires de la persecución religiosa propiciada por el Gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928)— gritando ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Santa María de Guadalupe! No fueron pocos: se calcula que, en ese conflicto religioso (el pueblo fiel no soportó que le cerraran las iglesias y que lo dejaran sin los sacramentos), entre ambas partes, el ejército federal y los cristeros, murieron cerca de 250 mil personas. Los números jamás se conocerán. Sigue siendo altamente peligroso hablar en México de la cristiada. El poder político piensa que hacerlo puede levantar, otra vez, al conservadurismo. Por eso, y por su arrastre, los Gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) no permitieron a Juan Pablo II ir a celebrar donde ahora sí irá Benedicto XVI: a los pies de Cristo Rey, en el cerro del Cubilete.
Un Viaje para relanzar Aparecida
Casi cinco años después del pentecostés de la Iglesia iberoamericana y del Caribe, que fue la V Asamblea General del CELAM en Aparecida, Brasil, el Papa Benedicto XVI ha decidido visitar México y Cuba, entre otras cosas, para relanzar lo que de esa Asamblea General surgió: la necesidad de ser discípulos y misioneros de Jesucristo, para que los pueblos del subcontinente tengan vida, y la tengan en abundancia.
La Misión Continental tiene en México una prueba de fuego: un país mayoritariamente católico que, en los últimos diez años, ha visto fugarse hacia otras denominaciones religiosas un 5 % de antiguos fieles, pasando del 87 al 82 % el porcentaje de católicos en el país. El cambio de época del que habló el documento final de Aparecida, también le llegó a un pueblo cuya historia —diría el exiliado español José Moreno Villa— está en pie, en la que nada muere y en la que el tiempo pasado no ha pasado: se ha parado.
En palabras del presidente de la Conferencia Episcopal Mexicana, monseñor Carlos Aguiar Retes, la Iglesia en México necesita, le urge, la conversión pastoral a la que llama Aparecida. Se había vuelto clientelar, vivía de su indudable prestigio (todas las encuestas sobre percepción de confianza institucional, entre la población abierta, dan a la Iglesia católica como la institución que inspira mayor confianza a los mexicanos) y corría peligro de encapsularse en la mera administración de los sacramentos. La misión permanente, el volverse discípulos y misioneros de Jesús, abre una oportunidad de trabajar, no ya en tierras de misión, o en la misión ad gentes, sino en la propia nación. Estados como Chiapas y Tabasco apenas rondan el 60 % de católicos entre su población…
De ahí la importancia del mensaje de Benedicto XVI en momentos difíciles (por la violencia y el inicio de campañas políticas para las elecciones generales del 1 de julio próximo) de México y de la Iglesia católica. Desde la montaña de Cristo Rey, el Vicario de Cristo habrá de retomar, con el vigor intelectual que le caracteriza, la consigna que dejó Juan Pablo II a la nación azteca: «¡México, siempre fiel!» No será cuestión de un eslogan inspirador, sino del futuro del catolicismo en América.