Bécquer y el genio del cristianismo
Bécquer pensaba que todo es espíritu y que la raíz última de la existencia es invisible. Nostálgico de la Edad Media cristiana, deploraba que la Revolución francesa hubiera destronado a Dios para idolatrar al progreso
Gustavo Adolfo Bécquer dejó el mundo un 22 de diciembre de hace 150 años. Su muerte pasó desapercibida. Para sus contemporáneos solo era un periodista que había publicado un puñado de versos. Su querido hermano Valeriano, notable pintor, había muerto tres meses atrás, sumiéndole en una profunda tristeza. Almas gemelas, introdujeron grandes cambios en la pintura y las letras españolas, pero nunca llegaron a conocer la gloria. Los hermanos Bécquer nacieron en Sevilla. Valeriano, en 1833. Gustavo Adolfo, en 1836. Hijos de un pintor de origen flamenco, se quedaron huérfanos a una edad muy temprana. Tras perder a sus padres, realizaron estudios de bachillerato y aprendieron pintura y dibujo en el taller de su tío Joaquín Domínguez Bécquer. En 1854, Gustavo Adolfo se trasladó a Madrid para llevar una vida bohemia y Valeriano no tardó en seguir sus pasos, convirtiéndose en su sombra. Serio y melancólico, Gustavo Adolfo se apoyó en Valeriano, siempre desbordante de entusiasmo y optimismo. Viajaron juntos a Teruel, Burgos, Ávila y Toledo. Depurado, moroso y detallista, Valeriano realizó un famoso retrato de su hermano que puede contemplarse en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Inspirándose en sus lecturas de Heine, Byron y Chateaubriand, Gustavo Adolfo comenzó a escribir poemas en periódicos conservadores. El político Luis González Bravo le consiguió un puesto como censor de novelas. En 1860, publica sus Cartas literarias a una mujer, donde exalta una literatura basada en la analogía y la reelaboración de los recuerdos. En otro lugar, aboga por una poesía «natural, breve, seca» y «desnuda de artificios». Enfermo de tuberculosis desde joven, un agravamiento de su enfermedad le obliga a pasar una temporada en el monasterio cisterciense de Veruela en compañía de su hermano Valeriano. Allí escribe sus cartas Desde mi celda y algunas de sus Leyendas. En 1868, confía a González Bravo el manuscrito de las Rimas, que se extravía durante las convulsiones revolucionarias. Un catarro invernal agrava su tuberculosis. Durante su agonía, pide a su amigo el poeta Augusto Ferrán que publique sus poemas, comentándole que muerto tal vez será más y mejor conocido que vivo. Sus últimas palabras fueron: «Todo mortal».
Bécquer pensaba que todo es espíritu y que la raíz última de la existencia es invisible. Nostálgico de la Edad Media cristiana, deploraba que la Revolución francesa hubiera destronado a Dios para idolatrar al progreso. Partidario de regresar a la tradición, reivindicaba «la idea cristiana, cuya expresión más genuina era la catedral, con sus líneas extrañas, sus sombras y sus misterios». El poeta se propuso escribir una Historia de los templos de España, pero solo llegó a publicar el primer tomo, con ilustraciones de Valeriano. Dedicado a Toledo, el libro manifiesta la convicción de que «la tradición religiosa es el eje de diamante sobre el que gira nuestro pasado». Eusebio Blasco señala que en Bécquer «había algo de trapense». Solo se sentía cómodo en lugares tranquilos y retirados, como el monasterio de Veruela o el pequeño cuarto –casi una celda– donde vivió al poco de llegar a Madrid.
Bécquer no es el poeta del amor sentimental, sino el poeta del amor místico. «El amor –escribe– es poesía; la religión es amor. Dos cosas semejantes a una tercera, son iguales entre sí». Sus Rimas identifican el amor con el infinito. No con un infinito abstracto, sino con un infinito concreto, que se hace carne y toma forma humana, pero que siempre será un reflejo de Dios. Las Rimas y las Leyendas expresan una visión del mundo netamente cristiana, con rasgos neoplatónicos. En el relato «Creed en Dios», la impiedad, el orgullo, la violencia y la falta de caridad acarrean la condenación del alma. No se equivoca María Rosa Lida cuando apunta que en la obra de Bécquer hay un «tono fuertemente ortodoxo y edificante».
En Desde mi celda, Bécquer confiesa su amor por la tradición: «En el fondo de mi alma consagro como una especie de culto, una veneración profunda, por todo lo que pertenece al pasado». Ese sentimiento explica su pesar cuando contempla los efectos del progreso en la arquitectura de las ciudades españolas: «¿Dónde están las cancelas y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, […] los espaciosos atrios de los templos?». En un artículo sobre el castillo real de Olite, Bécquer señala cuál debe ser la misión del poeta: «lo que está caído lo levanta; lo que no se ve, lo adivina; lo que ha muerto, lo saca del sepulcro y le manda que ande, como Cristo a Lázaro». El poeta es el centinela del espíritu y el custodio del pasado.
Al igual que Chateaubriand, Bécquer asoció el genio de Europa –y, por tanto, de España– al cristianismo. Olvidarlo significa caer en el vacío, la perplejidad y el desarraigo.