¡Defiende tu dignidad! ¡No bebas! era el mensaje, escrito a mano en hojas de papel de todos los tamaños, que podía leerse en miles y miles de carteles esparcidos por toda la ciudad de Varsovia, a comienzos de los años 80 del último siglo, en los que el pueblo polaco apenas podía disponer de alimentos, pasando literalmente hambre, justo a la mañana siguiente del día en que la autoridad comunista decidiera bajar drásticamente el precio del vodka, para dejarlo al alcance de todos. Con la población así anestesiada se evitaba la protesta social.
Aquel grito de libertad procedía sobre todo de gente joven, justamente consciente de su dignidad. Sin esta conciencia, ya se puede disponer de abundancia de alimentos y de todo tipo de bienes materiales, que la desesperanza y el hastío están servidos. Años más tarde, caído ya el Muro de Berlín, jóvenes peregrinos españoles a Czestochowa, para participar en la JMJ de 1991, hacían escala en Wroclaw, en un hotel de rancio abolengo, pero ya ajado y destartalado. La comida seguía escaseando en Polonia y la cena era realmente pobre, pero no faltó la belleza de un concierto en directo ofrecido a los peregrinos por jóvenes músicos polacos. Aquel alimento fue más provechoso que manjares suculentos privados de alma.
Hoy en España, es preciso decir que, en realidad, no es la crisis económica y el paro, que crece de forma pavorosa, lo que lleva a los jóvenes a perder el gusto de vivir; más bien es al contrario: la falta del verdadero sentido de la vida, que deteriora el alma de los jóvenes, es lo que acaba por deteriorar la economía y toda la vida social. Como decimos en nuestra portada de este número de Alfa y Omega, el horizonte es triste, y ciertamente muy preocupante. Es la hora de la responsabilidad de cada uno, de cada padre, de cada familia, de cada profesor, justamente yendo al fondo del alma. No es un juicio piadoso el de Benedicto XVI, sino la constatación de un hecho palmario, cuando afirma que la situación presente es de una profunda crisis de fe. Este triste horizonte no lo van a despejar ni las instituciones ni comisiones oficiales económicas o políticas; ellas tendrán que hacer lo que deben hacer, y poner los medios a su alcance, pero sin la luz de la fe, que ilumina la dignidad y llena de esperanza verdadera, no hay horizonte alguno que se despeje.
Vale la pena recordar las palabras, ciertamente de preocupación, y al mismo tiempo alentadoras, del Concilio Vaticano II a los jóvenes, en su Mensaje final a la Humanidad, el 7 de diciembre de 1965: «Sois vosotros los que, recogiendo lo mejor del ejemplo y de las enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella… La Iglesia está preocupada porque esa sociedad que vais a constituir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras. Está preocupada, sobre todo, porque esa sociedad deje expandir sus tesoros antiguos y siempre nuevos, la fe, y que vuestras almas se puedan sumergir libremente en sus bienhechoras claridades». Sin la fe, de espaldas a Dios, es imposible la esperanza, y la vida se derrumba hasta la nada y el vacío.
Casi medio siglo después de aquel Mensaje del Concilio, lo ha vuelto a subrayar Benedicto XVI, el pasado 8 de diciembre, ante la imagen de la Inmaculada, en la Plaza de España en Roma: «La salvación del mundo no es obra del hombre –de la ciencia, de la técnica, de la ideología–, sino que viene de la Gracia. María es llamada la llena de gracia, y con esta identidad nos recuerda la primacía de Dios en nuestra vida y en la historia del mundo; que el poder del amor de Dios es más fuerte que el mal, puede colmar los vacíos que el egoísmo provoca en la historia de las personas, de las familias, de las naciones y del mundo. Estos vacíos –constataba el Papa sin medias tintas– pueden convertirse en infiernos donde es como si la vida humana fuera arrastrada hacia abajo y hacia la nada, privada de sentido y de luz. Los falsos remedios que el mundo propone para llenar estos vacíos –emblemática es la droga– en realidad amplían la vorágine. Sólo el amor puede salvar de esta caída, pero no un amor cualquiera: un amor que tenga en sí la pureza de la Gracia –de Dios, que transforma y renueva– y que pueda así introducir en los pulmones intoxicados nuevo oxígeno, aire limpio, nueva energía de vida».
Es la hora, sí, del aire limpio de la fe. Es la hora de los cristianos, porque somos el alma del mundo, como afirmaba en el siglo II la Carta a Diogneto, y «de tal responsabilidad no nos sería licito desertar». Se trata, sencillamente, de tomarnos en serio esa dignidad que mostraban aquellos jóvenes polacos evocados al comienzo de este comentario. Sin la fe, que ilumina la dignidad y el destino eterno para el que todos los hombres hemos sido creados, ciertamente no hay futuro. El mundo nos mira, ¿y qué ve? ¿Verdaderos cristianos? Escuchemos a Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza, Spe salvi: es «elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente». He ahí el aire limpio que, con tanta urgencia, necesitamos.