La crisis más severa que ha sufrido el cristianismo, en los inicios de la Edad Moderna, se basó en antagónicas apreciaciones de la fe y su relación con la libertad del hombre. En aquella grave hora no se limitó la Iglesia católica a proteger una institución que representaba la universalidad y permanencia de la comunidad de creyentes fundada por Jesús, sino que aseguró, desde las inspiradas sesiones del Concilio de Trento, que la unidad moral del género humano se fundamentaba en la seguridad de que Dios nos había creado seres libres. La fe se examinó como renovada defensa de una idea de la Creación acreditada por los Evangelios: creer ha sido siempre tener fe en el Dios que nos dio la libertad como sustancia de nosotros mismos.
La fe no es pasividad, es actitud. No es un simple reflejo del poder del Creador, es ánimo apegado a Él de forma consciente y necesaria. Es anhelo, mano extendida, deseo expuesto, arrojados a un mundo que permanecería en silencio si nuestra voz ansiosa no lo pronunciara hablando de Dios. Para poder tener fe hay que ser libre y esa libertad es primordial, porque de ella depende nuestra salvación. La posibilidad de nuestra redención fue anunciada en el mensaje de Cristo que, al mismo tiempo, introducía un principio de liberación en aquel mundo de esclavitud, tiranía y miseria. Jesús instauró el reino de la libertad, porque restauró el orden de la fe. Desde entonces, el hombre debía afirmarse en su libertad, consciente de que esta no le era concedida por la benevolencia de uno u otro sistema político. Al dotarnos de esta naturaleza libre, Dios en absoluto se limitaba. Antes bien: nuestra libertad pregonaba abiertamente el sentido de su proyecto universal. Todo intento de establecer antagonismo alguno entre la gracia y la libertad humana equivale al esfuerzo baldío por hallar contradicciones en la voluntad de la Creación.
Quien haya tratado de oponer la fe y nuestra vida en la tierra, la fe y nuestra experiencia social, la fe y nuestras obras, para situar a uno o a otro lado el fundamento de nuestra salvación, ha cometido siempre una agresión a algo que no es equilibrio entre dos fuerzas en conflicto, sino integración perfecta de nuestra condición humana. Fruto milagroso del espíritu, presentimos el alma al tomar conciencia de nuestra humanidad. Pero no somos un magma de individuos aislados, preocupados a solas por su propia salvación. Contamos con la Iglesia, cuya autoridad espiritual y encarnación histórica nos recuerdan constantemente nuestra condición temporal y también nuestra promesa de eternidad. A través de ella reconocemos en el mundo un espacio de perfeccionamiento, de aprendizaje, de realización, de puesta a prueba, de dramático ejercicio de nuestra responsabilidad con nuestro prójimo.
La libertad nos hace verdaderos
La Iglesia fundada por Jesús expresa la dimensión terrenal de nuestra vida y proporciona los recursos morales que nos dictan un orden de justicia y fraternidad. Encauza la comprensión de la palabra de Dios, maneja la sabiduría sedimentada de una reflexión permanente por comprender el amor y la voluntad divinos, para alimentar con ellos nuestra conciencia y prolongar hasta cada uno de nosotros un deseo milenario de perfección, de moralidad y de rectitud. La desautorización de una Iglesia universal, heredada directamente de lo que dictó Jesús, ha sido siempre la más clara muestra de ese esfuerzo por romper la unidad entre el cuerpo y alma, entre el individuo y la comunidad, entre la historia y la eternidad, entre la fe y la libertad que salvó el catolicismo en la hora crítica de la Contrarreforma.
«La Verdad nos hace libres», escribió san Juan. Pero sin tratar de enmendar la plana al evangelista, debemos pregonar que la libertad es una proclamación de nuestra fe y que ella nos hace verdaderos, auténticos. Los católicos estamos acostumbrados a recordar que son nuestras obras las que nos darán la vida eterna. Con ello no vulneramos un ápice la fuerza del Creador y, por el contrario, elevamos al máximo la dignidad de la criatura inspirada por Él que sabe que sin Dios no puede haber eternidad ni trascendencia. Lo que entendemos es lo que Jesús nos ofreció: el gozo de creer y la responsabilidad de ser hombres.
Tengamos muy en cuenta lo que los católicos afirmaron en los albores de la modernidad. Nuestras decisiones en el mundo labrarán nuestro destino. Pero nuestros actos son más que un conjunto de hechos morales sobre los que se constituye una experiencia bondadosa. Nuestra ejemplaridad se basa en el amor a nuestro prójimo, en coherencia misma con una creación que nos hizo iguales, hermanos, hijos del mismo Padre. Pero se fundamenta también y, sobre todo, en nuestra propia salvación. Porque el sentido de nuestra vida en la tierra es ese, precisamente. Nuestros actos no son mejores porque expresen nuestra bondad, sino porque son actos de fe, en los que se manifiesta la presencia de Dios y donde se atestigua el camino de nuestra vida eterna. Que nuestro sentido moral y la rectitud de nuestros actos nos hagan dignos de Dios. Que la fe nos permita dejarnos llevar, confiados y felices, hasta su pecho.