A propósito de los CIE - Alfa y Omega

Lo primero que aprendí al tratar asuntos relacionados con la emigración es que no se puede hablar de personas irregulares en un determinado país. No cabe esa calificación para una persona. Solo cabría hablar de irregularidad en comportamientos o en obligaciones, en relación con una ley, pero nunca en el ser de una persona. Lo que es cierto es que la mayoría de quienes llegan a España como emigrantes por mar o por las fronteras vienen sin papeles, y los pocos que llegan con ellos, de inmediato la Guardia Civil o la Policía Nacional pueden detectar si son falsos.

Las personas en esta situación no regular son enviadas a centros de internamiento de extranjeros (CIE), sujetos a control judicial, donde pueden estar un máximo de 60 días. Estos centros fueron exigencia de la Comunidad Económica Europea a países solicitantes de ingreso en los años 80 y, por eso, España los reguló en la ley orgánica de derechos y libertades en 1985, y luego en la ley de extranjería del año 2000, con sucesivas modificaciones y un reglamento que establece sus normas de funcionamiento.

Los CIE no son centros penitenciarios sino lugares donde las personas están hasta que se determina su futuro inmediato: ser devueltas a su país de origen o, por sus circunstancias, poder solicitar asilo, basado en el principio de no devolución, que proviene de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y ha sido ratificado en convenios y cartas internacionales. Otra posibilidad es obtener la protección internacional, que debe revisarse cada cinco años. El asilo es el gran objetivo deseado por quienes huyen de guerras, persecuciones por motivos de etnia, religión, sexo, ideas políticas y otras causas que hacen imposible, ante una inexistente justicia, llevar una vida con alguna seguridad.

Angustia por el futuro

En los CIE españoles, Tarifa, Murcia, Valencia, Barcelona, Madrid, Tenerife y Las Palmas, —el de Algeciras ha sido cerrado recientemente, tras múltiples denuncias por sus condiciones lamentables—, conviven personas de orígenes y de vidas muy diversas; algunas tienen antecedentes penales y todas están a la espera de una decisión que puede cambiar sus vidas: salir en libertad. Vivir con esa inquietud, no saber qué va a suceder, supone una angustia permanente.

La convivencia en los centros es difícil; son lugares bastante inhóspitos, en algunos momentos totalmente abarrotados; hay que compartir estrechas celdas entre ocho o diez personas y es frecuente que exista tensión en el ambiente que acaba en enfrentamientos con las Fuerzas de Seguridad que los custodian, cuyos equipos de protección llaman la atención. Las televisiones están en salas de usos múltiples, en lo alto, protegidas con rejas, y en los patios hay escasas posibilidades de hacer deporte porque cuando no se ha roto la canasta del baloncesto, se ha roto la portería del futbol. Algún centro ha sido remodelado recientemente, y en el de Tarifa, situado en un antiguo cuartel con espacios más amplios, recuerdo la anécdota del lamento del director por no tener dinero para comprar tabaco en la máquina y, lógicamente, proceder a una voluntaria y modesta colecta entre los visitantes. Por todo ello, los funcionarios allí destinados tienen una preparación especial para relacionarse con los internos, y las presencia de la Cruz Roja es muy necesaria y siempre bienvenida. Así son las cosas en estos centros.

Cuando una persona ingresa en uno de ellos debe ser informada de sus derechos, tener un abogado y pasar un examen médico, así como disponer de traductor. Hay que reconocer que la atención sanitaria es correcta y que las urgencias se trasladan al hospital. Son muchas las personas que en estas circunstancias necesitan asistencia psicológica, pues han sufrido experiencias traumáticas por los viajes o por las condiciones de sus vidas en el país de origen. Y la institución del Defensor del Pueblo los supervisa en su calidad de Mecanismo de Prevención de la Tortura y Malos Tratos (MNP).

En algunos países, por ejemplo, en Francia, en el centro Mesnil Amelot, junto a París, el ministerio competente tiene una oficina de inmigración en el propio establecimiento donde se realizan gestiones administrativas y contactos con familiares. Esta información que resuelve dudas e inquietudes, debería ser una medida generalizada en España. Pero es que, también, los centros de Róterdam o el Brook House de Londres, por ejemplo, tienen diferencias abismales con respecto a los nuestros. Sus paredes están decoradas con pinturas, las celdas son para dos o tres personas, tienen asistencia jurídica en el centro, salas de visita, hay cocinas para los internos, gimnasios, talleres de manualidades y bibliotecas. Estos centros están ubicados cerca de los aeropuertos para hacer más fácil los traslados cuando llega el momento de su devolución, lo cual no siempre es posible, pues deben existir convenios entre países y muchos ponen dificultades porque no quieren ser quienes faciliten las devoluciones.

30 % de devoluciones

El porcentaje de personas que son devueltas a sus países de origen en España está actualmente en el entorno de un 30 %, algo menos que la media de la UE, y los vuelos de repatriación están organizados por la Agencia Europea de Fronteras (Frontex). En ellos van acompañados de policías y de personas del Defensor del Pueblo que velan por que se respeten los derechos humanos, y quienes embarcan deben estar en posesión de un certificado que acredite estar en condiciones de viajar. Cuestión bien distinta es lo que pase por la mente de quienes se suben al avión, tras haber realizado un viaje siempre peligroso de miles de kilómetros, días de espera hasta la llegada de la embarcación, travesía a lo largo de la cual han podido suceder muertes, quemaduras por el gasóleo, hambre y sed hasta la extenuación, y, en el caso de haber llegado por vía aérea, el pánico ante el control próximo.

La pandemia hizo que los centros españoles fueran desalojados por los riesgos de contagios, pero ya están reabiertos. Transcurrido un tiempo, quienes salgan en libertad intentarán proseguir sus viajes hacia países de la UE, pues, para la mayoría, España es país de tránsito hacia lugares donde cuentan con amigos o familiares y resulta menos difícil encontrar un modo de vida.

Mientras tanto, nosotros deberíamos mejorar mucho las condiciones de nuestros CIE, en ocasiones, todavía muy lamentables.