¡Señor mío y Dios mío!
En la segunda parte de Jesús de Nazaret (ed. Encuentro), Joseph Ratzinger/Benedicto XVI nos regala unas páginas especialmente bellas sobre la resurrección del Señor. Con algunos fragmentos de este capítulo, queremos felicitar, este año, la Pascua a nuestros lectores
Si la resurrección de Jesús no hubiera sido más que el milagro de un muerto redivivo, no tendría para nosotros más importancia que la reanimación, por la pericia de los médicos, de alguien clínicamente muerto. Significaría que la resurrección de Jesús fue igual que la del joven de Naín, de la hija de Jairo o de Lázaro. De hecho, éstos volvieron a la vida anterior durante cierto tiempo para, llegado el momento, morir definitivamente.
Los testimonios del Nuevo Testamento no dejan duda alguna de que ha ocurrido algo completamente diferente. La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte; una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre. Es una especie de mutación decisiva. En la resurrección de Jesús se ha alcanzado un nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos, y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la Humanidad. ¿Pero puede haber sido realmente así? ¿Podemos –especialmente en cuanto personas modernas– dar crédito a testimonios como éstos?
Una experiencia desconcertante
Llama la atención que los discípulos no lo reconozcan en un primer momento… «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor». Lo sabían desde dentro, pero no por el aspecto de lo que veían y presenciaban.
Jesús llega a través de las puertas cerradas. Y desaparece de repente. Él es plenamente corpóreo. Y sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo. Él es el mismo –un hombre de carne y hueso– y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto.
Si se hubiera tenido que inventar la Resurrección, se hubiera concentrado toda la insistencia en la plena corporeidad, en la posibilidad de reconocerlo inmediatamente y, además, se habría ideado tal vez un poder particular como signo distintivo del Resucitado. Pero en el aspecto contradictorio de lo experimentado se refleja un nuevo modo de encuentro, que apologéticamente parece bastante desconcertante, pero que justo por eso se revela también mayormente como descripción auténtica de la experiencia que se ha tenido.
La Alianza eterna
El último pasaje particularmente importante y útil para comprender el modo en que el Resucitado participa en las comidas se encuentra en los Hechos de los Apóstoles… «Mientras comía con ellos, les mandó que no se fueran de Jerusalén». Es de capital importancia la palabra usada por Lucas: synalizómenos. Traducida literalmente, significa comiendo con ellos sal. En el Antiguo Testamento el comer en común pan y sal, o también sólo sal, sirve para sellar sólidas alianzas: el Señor atrae de nuevo a sí a los discípulos en la comunión de la alianza consigo y con el Dios vivo. Los hace partícipes de la vida verdadera.
Un rayo de luz que atraviesa la Historia
La Resurrección da entrada al espacio nuevo que abre la Historia más allá de sí misma y crea lo definitivo. Pero al mismo tiempo no está fuera o por encima de la Historia. Por eso puede ser refrendada por testigos como un acontecimiento de una cualidad del todo nueva. De hecho, la predicación apostólica, con su entusiasmo y su audacia, es impensable sin un contacto real de los testigos con el fenómeno totalmente nuevo e inesperado que consistía en la manifestación de Cristo resucitado.
Al mismo tiempo, sin embargo, permanece en nosotros la pregunta que Judas Tadeo le hizo a Jesús en el Cenáculo: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?». Sí, ¿por qué no te has opuesto con poder a tus enemigos que te han llevado a la cruz? Pero esta pregunta no se limita solamente a la Resurrección, sino a todo ese modo en que Dios se revela al mundo. ¿Por qué sólo a Abraham? ¿Por qué sólo a Israel, y no de modo inapelable a todos los pueblos de la tierra?
Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón. Pero ¿no es éste acaso el estilo divino? No arrollar con el poder exterior, sino dar libertad, ofrecer y suscitar amor. Y, lo que aparentemente es tan pequeño, ¿no es tal vez lo verdaderamente grande? ¿No emana de Jesús un rayo de luz que crece a lo largo de los siglos, un rayo que no podía venir de ningún simple ser humano; un rayo a través del cual entra realmente en el mundo el resplandor de la luz de Dios?
Si escuchamos a los testigos con el corazón atento y nos abrimos a los signos con los que el Señor da siempre fe de ellos y de sí mismo, entonces lo sabremos: Él ha resucitado verdaderamente. Él es el Viviente. Con Tomás, metemos nuestra mano en el costado traspasado de Jesús y confesamos: «¡Señor mío y Dios mío!».