Los dos Papas santos «no se avergonzaron de la carne de Cristo» - Alfa y Omega

Los dos Papas santos «no se avergonzaron de la carne de Cristo»

«Declaramos y definimos santos a los Beatos Juan XXIII y Juan Pablo II, y los inscribimos en el Catálogo de los Santos, y establecemos que en toda la Iglesia sean devotamente honrados entre los Santos». Era el momento más esperado de la Misa del domingo: el Papa Francisco proclamaba santos a Juan XXIII y Juan Pablo II. En la homilía, afirmó que «san Juan XXIII y san Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz. No se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús»

Redacción

Medio millón en la plaza de San Pedro, y otras 300.000 en torno a las pantallas gigantes distribuidas por toda Roma, asistieron este domingo a la ceremonia de canonización de los dos Papas Santos: Juan XXIII y Juan Pablo II. Ya desde las cinco de la mañana, hora de la apertura, la Plaza y sus alrededores estaban repletos de peregrinos procedentes de todo el mundo, si bien los de Polonia representaban uno de los grupos más numerosos.

A ellos se sumaban las delegaciones oficiales de más de 100 países, más de veinte Jefes de Estado y numerosas personalidades del mundo de la política y la cultura. Estaban presentes, entre otros, los Reyes de España, don Juan Carlos y doña Sofía; el rey Alberto II y la reina Paola de Bélgica; el Príncipe Hans-Adam II de Lichtenstein; el Gran Duque Henry de Luxemburgo; el ex Presidente de la República de Polonia, Lech Walesa; el Presidente del Parlamento Argentino Julián Domínguez, y los Presidentes de la Unión Europea, Hernan Van Rompuy; y de la Comisión Europea, José Manuel Barroso. Las dos protagonistas de los milagros de Juan Pablo II, sor Adele Labianca y Floribeth Mora Díaz, también participaron en la celebración.

Los tapices con los retratos de los dos Papas —los mismos utilizados para sus respectivas beatificaciones— presidían la portada de la basílica mientras en la plaza, adornada con más de 30.000 rosas procedentes de Ecuador, y en la Vía de la Conciliación, cientos de miles de fieles se prepararon para la celebración rezando la corona de la Divina Misericordia. Entre el rezo, se intercalaban textos del magisterio de ambos pontífices. Esta oración había estado precedida por el himno al beato Juan XXIII, Pastor bueno de la grey de Cristo. El rezo finalizó con el himno al beato Juan Pablo II, Abrid las puertas a Cristo.

Cariño para Benedicto XVI

Bajo una lluvia intermitente, y mientras se rezaban las letanías invocando la protección de los santos, comenzó la procesión de los cardenales y obispos concelebrantes. Antes de ocupar sus puestos, han saludado al Papa emérito Benedicto XVI, el cual ha concelebrado también con el Santo Padre. Pocos minutos después de las diez, el Papa Francisco ha efectuado su entrada en la Plaza y también se ha dirigido al Papa emérito para abrazarlo.

La celebración comenzó con el rito de proclamación de los nuevos santos. El cardenal Angelo Amato, SDB, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, acompañado de los postuladores, solicitó al Papa Francisco que inscribiera el nombre de los dos Papas beatos en el Catálogo de los Santos. El Santo Padre pronunció la fórmula de canonización: «En honor a la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica y crecimiento de la vida cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, después de haber reflexionado largamente, invocando muchas veces la ayuda divina, y oído el parecer de numerosos hermanos en el episcopado, declaramos y definimos santos a los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II, y los inscribimos en el catálogo de los santos, y establecemos que en toda la Iglesia sean devotamente honrados entre los santos. En el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén».

A continuación, fueron presentados al Papa los relicarios de los nuevos santos, que permanecieron expuestos en el altar durante la celebración. El de Juan Pablo II contiene una ampolla con su sangre, y es el mismo mostrado el 1 de mayo de 2011. Para Juan XXIII, se ha fabricado uno gemelo ya que, durante su beatificación, el 3 de septiembre del año 2000, su cuerpo todavía no había sido exhumado.

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Las llagas de Cristo, necesarias para creer

Después de la proclamación del Evangelio, el Santo Padre pronunció una homilía en la que definió a san Juan XXIII como el Papa de la docilidad al Espíritu Santo, y a san Juan Pablo II como el Papa de la Familia. Antes, había recordado que «en el centro de este domingo, con el que se termina la octava de Pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado», que enseñó a los apóstoles el primer día de su aparición, y que, ocho días después, ofreció a santo Tomás para que las tocara y metiera su mano en la herida del costado.

«En el cuerpo de Cristo resucitado -explicó- las llagas no desaparecen, permanecen, porque son el signo permanente del amor de Dios por nosotros». Son, por tanto, indispensables «no para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: Sus heridas nos han curado».

No se escandalizaron de la cruz

«San Juan XXIII y san Juan Pablo II —exclamó— tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz. No se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia».

Conocieron las tragedias del siglo XX —continuó— «pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María». Tenían «la esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz». Estos dones, que recibieron del Señor resucitado, los llevaron al Pueblo de Dios.

«Los santos llevan adelante la Iglesia»

A continuación, añadió que el Concilio Vaticano II tenía como meta para la renovación de la Iglesia la imagen de las primeras comunidades cristianas. En este contexto, «Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria». Y subrayó que «son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia».

El Santo Padre reconoció que le gusta recordar a san Juan XXIII como «el Papa de la docilidad al Espíritu», porque «se dejó conducir» por Él a la hora de convocar el Concilio, y «fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado». Por su parte, «Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado». Por ello, subrayó que «desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene» el camino sinodal sobre la familia y con las familias que la Iglesia ha emprendido para los dos próximos años.

El Papa concluyó mostrando su esperanza de que «estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama».

Saludos y agradecimientos

Al finalizar la Misa, y antes de rezar el Regina caeli, el Santo Padre saludó a los fieles y peregrinos presentes en la plaza de San Pedro y en las calles circundantes. Agradeció la presencia de los cardenales, obispos, sacerdotes, de las delegaciones oficiales. También valoró el trabajo de las autoridades italianas, las fuerzas del orden, las distintas asociaciones y los más de 20.000 voluntarios, así como el de los medios de comunicación.

El Papa saludó con afecto a los peregrinos de las diócesis de Bérgamo y Cracovia, y les animó a honrar la memoria de los dos nuevos santos. No se olvidó de los ancianos y los enfermos, recordando que los dos nuevos santos estaban muy cerca de ellos. Así dio paso a la oración a la Virgen, «a la que san Juan XXIII y san Juan Pablo II amaron como verdaderos hijos».

Después de acoger a las delegaciones oficiales, el Papa Francisco, por primera vez en una ceremonia de canonización o beatificación, dio la vuelta a la Plaza de San Pedro y recorrió la Vía de la Conciliación en papamóvil para bendecir y saludar a los peregrinos que participaban en este acontecimiento histórico.

Aunque muchos peregrinos partían en seguida de vuelta a sus países, la basílica de San Pedro permaneció abierta desde las 14 hasta las 22 horas para que se pudiera venerar los cuerpos de los dos Papas canonizados, en cuyas urnas de cristal ya se ha añadido la palabra santo.

VIS / Redacción

Texto completo de la homilía del Papa Francisco:

En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.

Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, como hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos: Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28).

Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2, 24; cf. Is 53, 5).

San Juan XXIII y san Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.

Fueron sacerdotes y obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte, la cercanía materna de María.

En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1, 3-8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.

Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, de la que hablan los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42-47), como hemos escuchado en la segunda Lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.

Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, san Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guiado por el Espíritu. Éste fue su gran servicio a la Iglesia; por eso me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu santo.

En este servicio al Pueblo de Dios, san Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.

Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.