Aunque a algunos medios de comunicación les interese más el reajuste de las finanzas del Vaticano –uno de los trabajos de Hércules que el cónclave de 2013 encargó al futuro Papa–, Francisco lleva tiempo promoviendo otras tres limpiezas menos visibles, pero de mucho más alcance. El Papa las aborda con prudencia pero con constancia, en las homilías de su Misa de siete de la mañana, en encuentros con grupos de visitantes, en discursos durante sus viajes y, de vez en cuando, en documentos y mensajes.
Cuando la fachada de una casa está muy desconchada no basta con aplicar otra capa de pintura. Es necesario utilizar la rasqueta antes de volver a pintar. Aplicada a las personas, es molesta pero imprescindible.
Francisco está pasando la rasqueta en primer lugar al vicio del clericalismo, no solo de clérigos, sino también de laicos «que están pidiendo que los clericalicen». Lo ha comentado muchas veces, tanto en Roma como en algunos viajes a América.
El segundo vicio, específico de los clérigos –por fortuna, una minoría–, es el carrerismo. La obsesión por hacer carrera y lograr ascensos se da en estructuras diocesanas y todavía más en el Vaticano, con visible incidencia entre eclesiásticos que han trabajado mucho tiempo en oficinas y poco en contacto con gente que sufre. La batalla del Papa contra esos dos vicios le trae muchas críticas por puro resentimiento.
El tercer vicio, específico de los laicos, es la corrupción. Francisco lo ha denunciado muchas veces, utilizando expresiones coloquiales para condenar a quienes piden u ofrecen sobornos. En algunos países católicos, este problema es endémico, y hay incluso quien intenta justificarlo.
El Papa no tolera excusa alguna, y advierte a quienes llevan dinero sucio a casa que están dando a sus hijos «pan podrido». La corrupción tiene muchas formas y se da en muchos ambientes: no solo en las administraciones públicas sino también en las empresas privadas e incluso en la pequeña actividad como independiente.
Francisco es «el Papa de la coherencia y de los hechos». Enseña que lo que habla de cada persona no son sus palabras sino sus actos de egoísmo o de servicio. Advierte que, aunque uno intente engañarse a sí mismo, en realidad no lo consigue, pues sabe que su justificación es falsa. El camino de la amistad con Dios y de la felicidad pasa por superar esos vicios.