En su novela policíaca A Thief of Time (1988), Tony Hillerman encuadraba el saqueo de yacimientos arqueológicos de las culturas indias del suroeste de Estados Unidos. Hoy, los «ladrones de tiempo» son los algoritmos de las gigantescas redes sociales que encadenan horas y horas cada día a 5.000 millones de usuarios en todo el planeta. Todavía peor que el robo de tiempo es lo que el Papa Francisco denuncia en su reciente mensaje sobre las comunicaciones sociales: «La dispersión programada de la atención a través de los sistemas digitales que, al perfilarnos según las lógicas de mercado, modifican nuestra percepción de la realidad». Las continuas interrupciones, la ansiedad por ver nuevos mensajes, o los diálogos con IA adictivas destruyen la capacidad de concentrarse en los temas importantes, la conversación o la lectura de libros.
A lo largo de una década, muchos psicólogos y psiquiatras han estudiado los nocivos efectos del estrés tecnológico en adultos, jóvenes y adolescentes que en lugar de utilizar las pantallas mayoritariamente para lo que es útil y sano, caen en las adicciones (videojuegos, apuestas online, pornografía, obsesión por la imagen) cuidadosamente planificadas por gigantescas empresas del ramo.
Pero igual de desastrosa es la incapacidad de concentrarse por la continua alternancia de tareas —interrumpir la escritura de un correo para ver un repentino mensaje de WhatsApp cuando la tarea original era estudiar un informe— y por la creciente dificultad para descansar la mente algunos ratos al día, hacer el deporte necesario y consumir alimentos sanos. O por la incapacidad de prescindir de pantallas dos horas antes de acostarse para mantener el sueño regenerador que el cerebro necesita para autolimpiarse de residuos. Vale la pena recobrar la libertad mediante libros bien documentados como los de Johann Hari, Cal Newport, Chris Hayes y muchos otros. Recuperar el control sobre la propia atención permite llevar el timón de la propia vida.