Desde hace años compruebo con tristeza y cansancio la reacción de quienes ante un hecho eclesial que les perturba, contradice o indigna, responden con la advertencia de que ellos no pondrán la «X» en su próxima declaración de la renta. Los motivos pueden ser interminables y para todos los gustos: la homilía de un sacerdote, una declaración episcopal considerada tibia, las deficiencias de un colegio religioso, un escándalo financiero… Cada uno de esos motivos de malestar, o incluso de rabia, puede tener mayor o menor peso y fundamento. No es ese el objeto de este artículo. Sabemos que la Iglesia está formada por hombres y mujeres limitados, que Jesús no eligió a los más intachables ni a los mejor preparados, y como la Iglesia camina y se implica en la historia, no extraño que nos topemos con la miopía, los errores y las contradicciones de sus miembros, por cierto, no sólo de sus pastores. El Señor, que es el verdadero patrón de la barca, permite que ésta atraviese todo tipo de tormentas y se empeña en confiarla (en sus diversas articulaciones) a gente manifiestamente mejorable, como cada uno de nosotros. Así que con frecuencia pensamos que está a punto de naufragar, pero misteriosamente recupera el brío y el rumbo. Más de veinte siglos a flote tiene mérito, vamos, tiene Gracia.
Cuando me encuentro con alguien (generalmente muy indignado, aunque con frecuencia muy ignorante del tema que le solivianta) que lleva por delante ese soniquete de que «el próximo año va a poner la “X” quien yo me sé», no me entran ganas de persuadirle, lo confieso. Más bien le invitaría a que lleve a cabo su tremenda amenaza. Porque parece que la Iglesia nos debe algo a quienes cada día bebemos de su fuente, cuando sucede que a esta Madre, a veces ajada y con mal color, los cristianos le debemos literalmente la vida.
No presumo de que los defectos e incluso maldades que puedan crecer en el suelo eclesial me dejan indiferente, de eso nada. Es un dolor inmenso cuando comprobamos que aquí o allá la vida de la Iglesia no transparenta la luz ni expande el buen olor de Cristo. Pero empecemos por mirarnos cada uno al espejo por la mañana. En el tejido de la vida eclesial, y subrayo lo de vida, existen múltiples modos para intentar corregir, con humildad y paciencia, aquello que no es conforme a Cristo. En cualquier caso, como dice Francisco, reconozcamos que si la Iglesia está en pie es porque en ella existe mucha santidad cotidiana. Un hombre que sufrió en sus carnes los límites de los eclesiásticos de su tiempo, el beato John Henry Newman, decía que «la Iglesia siempre parece estar muriendo… pero triunfa frente a todos los cálculos humanos… la suya es una historia de caídas aterradoras y de recuperaciones extrañas y victoriosas… y en fin, la regla de la Providencia de Dios es que hemos de triunfar a través del fracaso».
Así que cuando algo me fastidia, me irrita o me duele en la Iglesia, no salgo despavorido a cantar a los cuatro vientos que este año no aportaré mi humilde contribución económica, como si así la castigase… qué patético. Más bien, un año más, realizaré ese minúsculo y poco arriesgado gesto, con el que apenas reflejo la más elemental verdad de mi vida.
Parafraseando a Bernanos, al que también hicieron sufrir lo suyo sus hermanos, que fuera de esta casa yo no sería capaz ni siquiera de respirar.