Su gran apuesta fue la sinodalidad - Alfa y Omega

«La Iglesia no puede caminar ni renovarse sin el Espíritu Santo y sus sorpresas». Estas palabras del Papa Francisco, pronunciadas el pasado mes de octubre al inaugurar la segunda sesión de la Asamblea del Sínodo de los Obispos, resaltan el marcado «sabor espiritual» de la sinodalidad, entendida como proceso de escucha y discernimiento realizado en el «santo pueblo fiel de Dios». Una de las principales claves del pontificado de Francisco y también uno de sus mayores logros, es, sin duda, la recuperación y potenciación de la sinodalidad. Se trata de un rasgo esencial de la Iglesia (una dimensión constitutiva), que es preciso asumir desde la coherencia cristiana. Y constituye un reto formidable.

El Papa argentino nos llamó a colaborar con él en esta preciosa aventura, abriéndonos perspectivas nuevas. Nos hizo ver que la Iglesia debe reflejar siempre a Cristo. Es misterio de amor, familia de Dios, inclusiva y propositiva desde la cercanía experiencial. Insistió en que cada persona es única, con sus características, vocación y carisma propios; nadie por encima, pero todos diferentes. Y nos invitó a empeñarnos juntos para buscar el bien de la Iglesia, su reforma.

Francisco ha sido el primero de los últimos Pontífices que no participó físicamente en el Concilio Vaticano II. No fue padre conciliar ni perito, pero sin duda encarna perfectamente la eclesiología del mismo y su espíritu renovador. En efecto, la sinodalidad es fruto maduro del Vaticano II y desarrolla su eclesiología. Partiendo del Bautismo como sacramento principal y básico, viene primero la realidad de la comunión de los creyentes —el pueblo de Dios— y después la jerarquía, entendida siempre como servicio.

Se supera así el esquema piramidal y clericalista. La Iglesia es pueblo de Dios cuya ley es el amor. Esta caridad fundamenta la comunión con Cristo y, en Él, con todos los hermanos y hermanas; orienta al servicio y a la participación como exigencia vocacional; impulsa a todos a la tarea evangelizadora. Aquí está sintetizada la sinodalidad.

Evidentemente, no se cuestiona el depósito de la fe, que no pueda cambiarse, pero sí profundizarse. Tampoco se trata de crear una nueva Iglesia asamblearia y homogénea; pero sí de potenciar decididamente y sin miedo la corresponsabilidad diferenciada para la misión. No hay ni puede haber otra Iglesia sino la de Cristo Jesús, animada por el Espíritu Santo. La única Iglesia, que no es un fósil ni una pieza de museo, sino cuerpo de Cristo, vida. En eso estamos.

Frente a las críticas interesadas de unos y a las decepciones simplistas de otros, el Papa ha reiterado que la clave de este proceso debe ser necesariamente espiritual, evitando así la ideologización. Se trata, por tanto, de escucharnos unos a otros y todos al Espíritu, que habla en el pueblo de Dios. Escuchar para discernir qué quiere el Señor de nosotros en este momento de la historia. Discernir para actuar, buscando siempre el bien de la Iglesia y llevando a cabo los oportunos cambios estructurales para dar cabida a la corresponsabilidad diferenciada. Escuchar, discernir, actuar; teniendo siempre en cuenta los contextos en los que se encarna el Evangelio. Como ha insistido Francisco, no se trata solo de «hablar» de sinodalidad, sino de vivirla, de asumir sus consecuencias, de concretarla. Y para esto es preciso confianza, libertad, valentía.

La sinodalidad ha llegado para quedarse, porque hace referencia a la Iglesia en su realidad más genuina. Gracias a este Papa nos hemos puesto en camino juntos, abandonando seguridades, confiados en la Palabra del Señor, para trasmitir la alegría de la fe, su entusiasmo. Vivimos un tiempo de retos, pero también de enorme esperanza. La sinodalidad nos sitúa en la escucha atenta, implicada. La herencia del Papa Francisco es enorme. Gracias de corazón.