Francisco tuvo dos sueños no realizados: un viaje a Moscú y otro a Pekín. Estuvo más cerca del primero: fue el primer Papa que se reunió con un patriarca de Moscú (en La Habana, en 2016), apoyó la peregrinación de las reliquias de san Nicolás de Bari a San Petersburgo e inició un diálogo con Moscú que nunca había sido tan estrecho. Luego llegó la guerra en Ucrania, Cirilo llamándola «guerra santa», el cardenal Koch etiquetando esto de «herejía», el Santo Padre dejando saber que le dijo a Cirilo que no se comportara como un clérigo de Estado. El diálogo se mantuvo, mas las posibilidades de un segundo encuentro no.
Esta historia resume toda su diplomacia: una diplomacia basada en el contacto personal y en lo que definió como «cultura del encuentro»; no con una estrategia típicamente diplomática sino de manera pragmática, tratando de alcanzar objetivos concretos. Esto conlleva riesgos. Su primer objetivo era llegar a los suburbios. El segundo, lograr la paz. Para él no existía una guerra justa; incluso defendió que la mera posesión de armas nucleares es inmoral. Por eso, ante todo conflicto, la primera petición fue el alto el fuego y la segunda, la reconciliación, aunque traiga consecuencias. Pensemos en la cuestión ucraniana: hizo más de 200 llamamientos a la paz en la «atormentada Ucrania», pero creó polémica cuando quiso que en el vía crucis de 2022 una mujer ucraniana y una rusa llevaran juntas la cruz para hacer visible una reconciliación que la Ucrania atacada no podía aceptar. El tercer objetivo era cuidar a los hombres, con la custodia de la casa común y el compromiso con la fraternidad. Su texto de 2019 en esta línea se convirtió en modelo diplomático.
Tres directivas precisas en una especie de diplomacia de dos velocidades. Por una parte, el Pontífice, que hablaba de paz de un modo quizás utópico y lanzaba la diplomacia de la oración —por Siria, Tierra Santa, Congo, Líbano—. La otra, la profesional, llevada a cabo por la Secretaría de Estado, que en parte ajusta los objetivos del Papa, en parte permite concretarlos. En 2014, el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado, habló a las Naciones Unidas del «deber de proteger». Un deber que se concretó también en el acuerdo con China para el nombramiento de obispos, firmado en 2018 y que sigue siendo confidencial. Quiso volver a poner a todos los prelados de China en comunión con Roma y hacer más fácil el nombramiento de los nuevos.
Durante el pontificado Myanmar, Mauritania y Omán establecieron relaciones plenas con la Santa Sede, una señal de credibilidad. Además, por primera vez se nombró un representante residente en Vietnam. Como siempre, hubo altibajos. La mediación entre Estados Unidos y Cuba para que restablecieran relaciones diplomáticas tuvo éxito, como la de Colombia para un acuerdo de paz. En Venezuela no se logró nadas. En Nicaragua, la Iglesia participó inicialmente en el diálogo nacional, pero el régimen de Daniel Ortega la puso en el punto de mira y ahora no tiene representación diplomática.
Francisco no deja ninguna doctrina diplomática real. Lega una diplomacia de gestos y de cercanía, basada en ir siempre allí donde se necesita a Dios.