Con la muerte del cardenal Roger Etchegaray se nos va uno de los más cercanos silenciosos y viejos amigos y colaboradores del santo Papa Juan Pablo II, quien reconocía al cardenal vasco-francés como el mejor cancerbero de la Gaudium et spes. No puede escribirse la historia del largo pontificado del Papa polaco sin la labor silenciosa del cardenal fallecido la pasada semana, a quien en las absurdas y mediáticas guerras de papolatrías nadie logró llevarlo a su trinchera. La historia de amistad entre ambos se remonta a 1962, cuando trabajaban en la comisión que elaboró la más atrevida de las cuatro constituciones conciliares. Karol Wojtyla tenía 42 años y era arzobispo de Cracovia; Roger Etchegaray tenía dos años menos y era vicesecretario de Conferencia Episcopal Francesa y teólogo consultor.
Pablo VI lo nombraba obispo auxiliar de París en 1969, con las ascuas aún encendidas del mayo que supuso un hito histórico a todos los niveles, también en el eclesial. La Iglesia francesa buscaba respuestas nuevas a situaciones nuevas. Y a esta tarea dedicó Etchegaray los años 70 del siglo pasado, tanto en París como después en Marsella, la ciudad más multiétnica de Francia. Entre los años 1971 y 1977, el cardenal polaco y el arzobispo francés volvieron a coincidir en el Consejo Europeo de las Conferencias Episcopales, en una de cuyas reuniones, siendo Etchegaray presidente, el ya cardenal de Cracovia puso como ejemplo de evangelización europea el proyecto Francia en Misión, del que era máximo responsable el ya entonces presidente de la Conferencia Episcopal Francesa.
A pocos debiera extrañar que, entre los 14 cardenales del primer consistorio de Juan Pablo II, el 20 de junio de 1979, estuviera el nombre del arzobispo de Marsella, Roger Marie Etchegaray, a quien en 1982 llamó a Roma para colaborar directamente con él. El nuevo Papa sabía que era el apropiado para hacer realidad el sueño de laGaudium et spes, el sueño de una Iglesia abierta al diálogo interreligioso, la defensa los derechos humanos y la labor evangelizadora en sociedades cada vez más laicas y agnósticas; tarea que fue realizando desde Consejo Pontificio de Justicia y Paz, y el de Cor Unum. Etchegaray era para el Papa el mejor preparado y más adecuado para desbrozar caminos y hacerlo con sigilo. Su agenda escondía más de lo que enseñaba de sus gestiones previas y no fáciles al Encuentro de Asís, o los viajes a Irak, Moscú o China. Entre las desconocidas, pese a lo que algunos suelen afirmar sin pruebas repetidamente, podrían estar sus probables mediaciones con la banda terrorista ETA en favor de la paz en el País Vasco. Algo debió de hacer en este doloroso conflicto alguien que tenía llevaba en su ADN la tenacidad vasca, la grandeur, que no el glamour, francesa, y el temple sereno de su profundo amor al mundo y a la Iglesia.
El cardenal Etchegaray deja el rastro de su memoria, que más allá del recuerdo, se vuelve hoy tanto ofrenda al Señor de la Gloria como regalo a la Iglesia para que continúe el camino ya desbrozado por él y lo asuma como renovado reto evangelizador. En estos tiempos que corren en los que los teólogos discuten atrincherados sobre si «aplicar o interpretar» el Vaticano II, metidos controversias bizantinas parecidas a la tópica diatriba de si se podía «rezar fumando o fumar rezando», la muerte del cardenal Roger Etchegaray pone sobre la mesa algo más importante y urgente, como es poner en valor el espíritu de esa gran constitución, que arranca con un texto basado en la frase de Terencio: «Soy hombre, y nada humano me es ajeno».