No sé si es porque soy de Tenerife, donde se celebra uno de los mejores carnavales del mundo, pero siempre que llega febrero y principios de marzo, se me pone el cuerpo en modo carnaval.
Desde que era pequeño he visto las calles llenarse de la música de las agrupaciones, del colorido y el ritmo de las comparsas, de las canciones de las murgas que me hacían reír o enfadar, según fueran sus letras. Pero, sobre todo, lo que más me gustaba –y debo confesar que todavía me gusta–, es disfrazarme. Interpretar por unos días otro personaje, alguien que no soy, un payaso, una cabaretera o un oso de peluche. Hacer reír a todo el que se cruza en mi camino y olvidar por unos días los problemas y las dificultades de la vida cotidiana.
Disfrazarse es maravilloso, pero no cuando tienes que vivir disfrazado por obligación, aparentando ser quien no eres. Llegué al CIE como cualquier tarde de sábado. Cuando crucé la puerta un trabajador de Cruz Roja me mostró su preocupación por dos chicos que no se relacionaban con los demás internos, y además solían hablar en italiano entre ellos. Me pidió que fuera a hablar con ellos y así lo hice.
Me dijeron que eran católicos, pero que no querían que el resto se enterara. Entonces comencé a visitarlos y a celebrar con ellos durante varias semanas, siempre en un lugar escondido, como los primeros cristianos.
Me contaron que emigraron a Italia siendo menores y allí conocieron a un sacerdote que se ocupó de ellos y les presentó a Jesús de Nazaret; que se bautizaron y participaban de la vida parroquial.
Cuando su madre enfermó regresaron al país donde nacieron, en el que está mal vista la conversión al cristianismo, por lo que la ocultaron a su familia y amigos. Al morir su madre volvieron a emprender su travesía para llegar a la que había sido su casa durante los últimos años, pero terminaron internados en el CIE de Tenerife.
Movimos cielo y tierra para conseguir la partida de Bautismo e intentar solicitar el asilo. Un día fui a visitarlos y ya no estaban. Me comentaron que creían que habían sido deportados a su país de origen. No he sabido nada más de ellos, pero supongo que vivirán disfrazados. Al fin y al cabo, como decía Celia Cruz, «la vida es un carnaval».