Una historia de amor con música de olas - Alfa y Omega

«Desde la noche sin fin baja una estrella hasta el mar, luz que se quiere dormir en la fresca oscuridad». Así comienza una canción de Silvio Rodríguez, y así recorrió Steve media África para volver a encontrarse con el mar. Era pescador, y la guerra que sufría su país hizo que saliera de su tierra y se convirtiera en un nómada. Hasta que fue a parar a la costa occidental africana, donde los ciudadanos del mundo esperan y sueñan y siguen esperando.

Bella había salido de su casa porque apenas tenían para comer en su familia. Llevaba casi un año trabajando como camarera en una especie de cutrebar, lo que le permitía dormir en una habitación, más cutre todavía. Allí esperaba y soñaba y volvía a esperar, para dar el salto a la tierra prometida, mientras reunía algo de dinero para la travesía.

Se vieron en la puerta del bar, mientras Bella se asomaba para tomar el aire insalubre de la calle en el mismo instante en que Steve «pasaba por allí», como dice la canción de Luis Eduardo Aute. Se miraron, «hubo silencio, todo paró y nació el amor», como canta otra de Ismael Serrano. Y siguieron su camino.

Pero el destino es caprichoso, o más bien los planes de Dios. Cuando Bella subió a aquel cayuco, vio a un chico que le hacía señas para que se sentara junto a él. Era Steve, que no se podía creer que tuviera tanta suerte. «Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio y coincidir», como diría Alberto Escobar.

Claro que se sentó junto a él, y desde aquel momento se juraron amor eterno, no hasta que la muerte los separara, pues eso podría ser pronto, sino eterno. Se acompañaron la una al otro en las olas y las corrientes, en la falta de agua y comida y en la abundancia de necesidades. Hablaron, rieron, lloraron, más que muchos de nuestros jóvenes antes de emprender una vida juntos.

Llegaron al CIE de Tenerife después de varios días a la deriva. Compartieron su historia conmigo y juntos rezamos y dimos gracias por la vida y por el amor.

Hasta donde yo sé, siguen juntos y con planes de boda. Siempre juntos, porque lo que Dios y la vida unen… Dónde están da igual. Seguramente cantando esa canción de Joaquín Sabina: «Yo no quiero París con aguacero. Ni Venecia sin ti». Como se juraron aquel día: «Hasta la eternidad».