Universalismo e identidad en el cristianismo
Para el Nuevo Testamento la paz se construye rompiendo muros (Ef 2, 14-17), reconciliando pueblos y culturas enfrentadas. Para afirmar su propia identidad, sin embargo, las primeras comunidades cristianas cayeron a veces en la caricatura del otro, seleccionando sus rasgos más negativos y contrastándolos con los rasgos propios más positivos
Javier Reverte, en El Río de la desolación, recuerda la frase de una chica inglesa: «Antes, cuando viajaba, procuraba fijarme en lo que me diferenciaba de los otros. Ahora, solo me intereso en lo que nos parecemos». La identidad tiene mucho de cómo miro; la identidad es el producto de una construcción personal y social, consciente o inconsciente. Pero es también un proceso inevitable: la búsqueda de una identidad propia, la necesidad de pertenencia, se halla muy arraigada en la psicología humana. El universalismo llama a ver a toda la humanidad como una, formando grupos y naciones abiertas y en constante diálogo, escucha, mutua interacción e influencia. El particularismo enfatiza los rasgos distintivos de cada grupo o nación, y apela a ellos para marcar la frontera entre unos y otros, entre el dentro y el fuera de cada grupo.
Tanto el pueblo de Israel como la Iglesia cristiana creen que el mensaje que anuncian tiene valor universal. Pero también ambos buscaron defender una identidad propia; sintieron la necesidad de responder a la pregunta, siempre difícil, de ¿quién soy?, y de poner límites a quién pertenece al judaísmo o al cristianismo, y quién no. En las Jornadas de Teología de la Universidad Pontificia Comillas Identidad, nacionalismo y universalismo a la luz de la Biblia, celebradas en septiembre, se estudió precisamente esta tensión entre universalismo e identidad en la Biblia. En la Palabra de Dios, en sus aciertos, pero también en sus aspectos oscuros o cuestionables, podemos descubrir alguna luz para los actuales debates sobre identidad y nacionalismo.
Cuando la identidad cultural de Israel se vio amenazada, entonces la defensa de los rasgos propios, distintivos, se hizo más acuciante. Durante las grandes crisis y derrotas ante los imperios asirio y babilonio, los redactores del Deuteronomio, que puso el cierre o colofón a libros anteriores (el Génesis y el Éxodo, entre ellos), urdieron la identidad israelita empleando para ello la fe monoteísta; el cuidado del pueblo, especialmente allí donde se encuentran los más vulnerables (huérfanos, viudas, emigrantes…); el respeto a las normas y a la justicia expresada en la Ley de Alianza; el estudio de los escritos sagrados y la educación del pueblo. Más tarde, durante la época helenística, se hizo hincapié en algunos preceptos concretos que identifican a Israel frente al resto de las naciones, como son el no comer ciertos alimentos o la circuncisión de los varones. Aunque definido ahora Israel con categorías más excluyentes, el judaísmo no perdió nunca de vista una perspectiva universalista, como testimonia la oración judía de la Amidá: «Pon paz en el mundo, con felicidad y bendición, gracia, amor, y misericordia para nosotros y para todo el pueblo de Israel».
El universalismo de Jesús
El movimiento iniciado por Jesús de Nazaret promovía una regeneración de Israel precisamente apelando a los aspectos más universales de la fe israelita: la bondad de Dios, la misericordia, el perdón, la acogida del pecador y del vulnerable, la relativización de la norma en favor del bien del ser humano, la apertura al encuentro con el no judío, la denuncia de las manipulaciones religiosas, etc. La perspectiva universal de la Iglesia cristiana se hizo más radical. En el Mesías Jesús se superan los particularismos de nación o cultura («ya no hay judío ni griego», dirá san Pablo en Gál 3, 28). Para el Nuevo Testamento la paz se construye rompiendo muros (Ef 2, 14-17), reconciliando pueblos y culturas enfrentadas, eliminando las desigualdades por razón de género (el mismo Pablo en Gál 3, 8 dirá que en Cristo no hay ya varón o mujer), de situación social, etc. La Iglesia, convencida de que todo ser humano es amado por Dios (Jn 1, 9), anuncia el Evangelio que es para todo ser humano, y para todo pueblo (Mt 28, 19; Mc 16, 15), que es fuerza de salvación universal (Rm 1, 16).
Pero la vocación universal tuvo que convivir también con la búsqueda de la propia identidad: qué significaba ser cristiano; establecer quién es cristiano, y quién no. Con la distancia de 20 siglos, es difícil valorar qué factores fueron más decisivos en ello. Si nos atenemos a la literatura del Nuevo Testamento, podemos aventurar, en primer lugar, que las afirmaciones de fe tuvieron un papel relevante. Ser seguidor de Jesús, creer en Él, podría consistir una primera definición de la identidad cristiana. El primer evangelista, Marcos, cifra la identidad cristiana en ello, hasta el punto de que algunos personajes, que no formaban parte del grupo de Jesús son sin embargo reconocidos como seguidores suyos: los que realizan prodigios similares a los de Jesús (Mc 9, 39-41), los curados por Él como la suegra de Pedro (Mc 1, 29-31) o Bartimeo (Mc 10, 46-52), las mujeres que le siguen (Mc 15, 41), José de Arimatea (Mc 15, 43-46). Cristiano será quien cree en Jesús como el Hijo de Dios, y en el Reino de Dios que llega a nosotros mediante su palabra, sus curaciones. Cristiano será también quien acepta otros contenidos de la fe: la resurrección de los muertos, la venida del Señor y la otra vida; la comunidad como templo de Dios, como familia, como cuerpo de Cristo.
Los cristianos y los paganos
Sin embargo, las afirmaciones de fe, por sí solas, dicen más lo que queremos ser que lo que somos realmente, en lo concreto. Al menos tanto como las ideas, influyeron en hacer real una identidad cristiana, como separada de otras, algunas formas concretas de organización institucional: el rito de aceptación que implicaba el Bautismo; las comidas comunitarias (la comensalía que indica con quién como, qué se come y los ritos implicados en la comida); la oración en común; algunos preceptos morales que marcaban diferencias con lo habitual en su época, como la prohibición del divorcio, en negativo, o la insistencia en un perdón y amor superior a otros (el amor a los enemigos, el no vengarse); la corrección comunitaria concreta y la expulsión o readmisión de algunos miembros (como ocurre, respectivamente en 1 Cor 5, 2 y 2 Cor 2, 5-11), señalando así los límites del grupo, separando a la oveja negra del resto. No fue probablemente ajena a esta identidad una dedicación intensa a las obras de la caridad y la asistencia a enfermos. Todos estos elementos contribuyeron a que los cristianos se vieran cada vez más como miembros de un grupo, una etnia o una nación, distinta de otros grupos.
Pero en este proceso también encontramos, en el mismo Nuevo Testamento, aspectos cuestionables. La creación de mi grupo necesita de la creación de otros grupos distintos del mío. De hecho, el ver a los judíos como un grupo distinto de la Iglesia es consecuencia de este proceso de identidad y diferenciación. Aún más claro, el cristianismo es el responsable de la creación del paganismo entendido como realidad homogénea. La existencia de los paganos, entendido como grupo humano coherente y distinto de la Iglesia, es un modo de mirar, una forma de ver el mundo típica del cristianismo.
En esta creación del otro como modo de afirmar mi propia identidad caemos fácilmente en la caricatura y el desprecio de su identidad. Se trata de una estrategia muy estudiada en todo proceso de búsqueda de identidad: del otro selecciono aquellos rasgos más negativos y los contrasto con los rasgos más positivos que previamente he seleccionado de mi propio grupo. Ni me fijo en lo que tenemos unos y otros en común, ni reconozco lo malo propio o lo bueno ajeno. La calificación o etiqueta negativa del otro compromete a toda la persona, su identidad viene reducida a esa etiqueta. Del mismo modo que los griegos y los romanos descalificaban al resto de pueblos, los no civilizados, como bárbaros, los escritos cristianos se refieren a los paganos como los increyentes o impíos (1 Cor 6, 6; 7, 12-15; 10, 27; 14, 22-24; 1 Pe 4, 18; 2 Pe 3, 7), los injustos (1 Cor 6, 1) y los pecadores (Gal 2, 15; 1 Pe 4, 18; Jd 1, 4.15); no haciendo justicia a que ese mundo de no creyentes era en realidad un mundo lleno de religiones y de piedad religiosa y donde, junto a comportamientos inmorales, había también grandes ejemplos de honradez y honestidad.
En busca del equilibrio
Con esta perspectiva podemos entender también la exageración de los rasgos negativos del judaísmo que hallamos en el Evangelio según san Mateo. Su crítica a los fariseos resulta mucho más acerba que lo que hallamos en san Marcos o en san Lucas. En Mt 23 los fariseos son hipócritas, ladrones, inmisericordes, lujuriosos, malvados, criminales. La imagen de los fariseos es sin duda parcial, injusta, exagerada, pues es utilizada para destacar que los cristianos, por el contrario, son –o deberían ser– auténticos, humildes, hermanos, servidores, desinteresados, etc.
La Escritura, que es a la vez palabra divina y palabra humana, testimonia no solo los aciertos en la búsqueda del equilibrio entre universalismo e identidad particular: también nos muestra caminos menos adecuados para resolver esta tensión. Leyéndola desde esta perspectiva, somos invitados a no olvidar nunca la perspectiva universal del Evangelio, a fomentar la identidad haciendo hincapié en los rasgos más sólidos de la propia cultura o religión, como son la justicia, misericordia, solidaridad, defensa del necesitado, la educación, etc. Hemos de reconocer estos rasgos también en otros grupos, buscando lo que nos une a otros. Y debemos evitar toda construcción de la identidad propia que se base en la ruina de la identidad ajena.
Francisco Ramírez Fueyo, SJ
Profesor y vicedecano de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas