Una política de rostro humano - Alfa y Omega

En su última encíclica, el Papa ha querido enlazar nuevamente con el legado espiritual de san Francisco de Asís, como lo hizo al comienzo de su pontificado, al escoger el nombre de Francisco. Un gesto lleno de significado, seguido de muchos otros, encaminados todos ellos a evocar la renovación espiritual que inició el santo de Asís en la Iglesia y el mundo de su tiempo, sacudiendo inercias y llamando la atención sobre la radicalidad del mensaje evangélico; un mensaje que, cuando se acoge en toda su hondura, tiene el potencial de revolucionar lugares comunes, rutinas e ideas acostumbradas. Glosando la parábola evangélica del buen samaritano, Francisco ha querido llamar la atención sobre una de las dimensiones de la fraternidad cristiana, que en una época marcada por enfrentamientos y polarizaciones, resulta estrictamente revolucionaria, y llena de consecuencias para la vida social: justamente la apertura al otro, más allá de todos los muros que puedan levantar nuestras costumbres, intereses o simpatías. En Fratelli tutti, Francisco aborda muchas cuestiones, pero el hilo conductor es siempre este: para gestar sociedades abiertas y fraternas sin duda es precisa una revolución, cuyo contenido puede leerse en la figura del buen samaritano, el cual manifiesta en su conducta una apertura de corazón que no sabe de barreras identitarias, y es por ello capaz de inspirar la reforma de mentalidades, costumbres y la misma práctica política.

Precisamente uno de los aspectos más llamativos de la encíclica es el empeño por recordar una visión noble de la política, que contrasta llamativamente con la visión mezquina a la que tristemente nos hemos acostumbrado. También el Papa se hace eco de esta realidad: «La política ya no es una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y le bien común, sino solo recetas inmediatistas de marketing, que encuentran en la destrucción del otro el recurso más eficaz» (15). Frente a una visión de la política que oscila sin remisión entre planteamientos tecnocráticos e ideológicos, Francisco propone otra, generosa y amplia, que concibe la política como un servicio al desarrollo de las personas y de los pueblos. Después de todo, «¿puede funcionar el mundo sin política? ¿Puede haber un camino hacia la fraternidad universal y la paz social sin una buena política?» (176). La respuesta parece negativa. Pero no cualquier política sirve: se requiere una política capaz de obrar por grandes principios pensando en el bien común a largo plazo (178) y, al mismo tiempo, preocupada por «la fragilidad de los pueblos y de las personas» (188). En definitiva, se precisa una política de rostro humano.

Igualmente alejado de individualismos que dejan de lado la intrínseca apertura a los demás, como de colectivismos proclives a sacrificar las personas concretas a entidades abstractas, Francisco insiste en que persona y pueblo son términos correlativos: «cada uno es plenamente persona cuando pertenece a un pueblo, y al mismo tiempo no hay verdadero pueblo sin respeto al rostro de cada persona» (182). Pues la palabra pueblo no puede entenderse solamente como una categoría lógica —lo cual dejaría inexplicado el sentido de pertenencia por el que nos sabemos vinculados entre nosotros (158)—, ni solo como una categoría mítica, que prescinda de la necesaria «organización social, la ciencia y las instituciones de la sociedad civil» (163). La palabra pueblo integra consideraciones sentimentales y pragmáticas en una forma superior de vinculación social, que es de orden moral, y es por ello capaz de abrirse al otro ser humano. Con esta forma de vinculación enlaza la caridad que, en palabras de Francisco «reúne ambas dimensiones —la mítica y la institucional—» (164). Al fin y al cabo, la misma ayuda prestada por el samaritano no puede prescindir de formas institucionalizadas de servicio, como las que representa el mesonero. Entre estas últimas la política ocupa un lugar destacado, pues, por buscar el bien común constituye «una altísima vocación, una de las formas más preciosas de la caridad» (180). Así, «es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad todo lo que se realiza, aun sin tener contacto directo con esa persona, para modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento» (186).

Ahora bien: en la medida en que el servicio a las personas es lo que da sentido a la actividad política, «las mayores angustias de un político no deberían ser las causadas por una caída en las encuestas, sino por no resolver efectivamente el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias» (188). Pues, pasados unos años, «la pregunta no será: “¿cuántos me aprobaron, cuantos me votaron, cuántos tuvieron una imagen positiva de mí?”. Las preguntas, quizá dolorosas, serán […] ¿en qué hice avanzar a mi pueblo, qué marca dejé en la vida de la sociedad, qué lazos reales construí, qué fuerzas positivas desaté, cuánta paz social sembré, qué provoqué en el lugar que se me encomendó?”» (197).