Sobre el diálogo y la amistad social - Alfa y Omega

En su última encíclica, Francisco habla mucho de diálogo como algo necesario para sostener la amistad social y promover una cultura del encuentro. En un momento en el que abundan las discordias no extraña esta insistencia. Ahora bien, lo que entiende por diálogo difiere de lo que a menudo pasa por tal en la vida pública. Como él mismo hace notar en Fratelli tutti, «se suele confundir el diálogo con algo muy diferente: un febril intercambio de opiniones en las redes sociales, muchas veces orientado por información mediática no siempre confiable» (200); una alternancia de monólogos en la que nadie escucha. Francisco advierte de que «a veces la velocidad del mundo moderno, lo frenético nos impide escuchar bien lo que dice otra persona» (48). Frente a esto, propone «acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto», todo lo cual «se resume en el verbo “dialogar”» (198). Con ello, subraya lo que podríamos denominar «presupuestos éticos del diálogo», o, lo que es lo mismo, presenta el diálogo no como simple estrategia, sino como un ejercicio ético, intrínsecamente valioso.

En efecto, en la medida en que involucra a personas, todo diálogo incorpora una dimensión ética irrenunciable. De hecho, entablar diálogo constituye por sí sola una muestra de reconocimiento: los que dialogan, buscando entenderse, se toman en serio el uno al otro, y generan entretanto un espacio compartido, un espacio de convivencia. Sería ingenuo pretender que ese espacio está creado de una vez por todas por el hecho de compartir unas instituciones; más bien es un espacio que debe ser constantemente recreado mediante un diálogo en el que cada cual trasciende su mundo privado, para generar con el otro un mundo común. Visto así, el diálogo constituye el germen mismo de la comunidad humana; por ello tiene sentido dirigir nuestra mirada precisamente ahí: a nuestra voluntad de acercarnos, de entendernos, trascendiendo nuestros intereses e idiosincrasias particulares. En eso reside la apertura a la verdad que Francisco destaca como alma del diálogo auténticamente humano, e inseparable de la caridad (184 y 185).

En efecto: la capacidad de trascender los propios intereses «en honor a la verdad» es un rasgo distintivo de humanidad, de la que depende la formación de sociedades más libres y justas. Sin embargo, el lugar de honor que la verdad debe ocupar en cualquier sociedad auténticamente humana no tiene por objeto únicamente las verdades fácticas, por esenciales que resulten para la vida social –como ha puesto de relieve la discusión en torno a la posverdad–, ni se limita solamente a la disposición a realizar esa verdad práctica, que, en el curso del diálogo, se demuestra necesaria para el bien común. Tal y como subraya Francisco, «lo que llamamos “verdad” no es solo la difusión de hechos que realiza el periodismo. Es ante todo la búsqueda de los fundamentos más sólidos que están detrás de nuestras opciones y también de nuestras leyes. Esto supone aceptar que la inteligencia humana puede ir más allá de las conveniencias del momento y captar algunas verdades que no cambian, que eran verdad antes de nosotros y lo serán siempre. Indagando la naturaleza humana, la razón descubre valores que son universales, porque derivan de ella» (208).

En este sentido, Fratelli Tutti resalta oportunamente la dependencia entre sostener el valor de aquellas verdades fácticas y prácticas para la calidad de la vida civil y sostener el valor de la verdad para la vida humana en general. Esto último enlaza con la reivindicación que realiza Francisco de la sabiduría, mientras describe uno de los aspectos más preocupantes de nuestra cultura: «el cúmulo abrumador de información que nos inunda no significa más sabiduría. La sabiduría no se fabrica con búsquedas ansiosas por internet, ni es una sumatoria de información cuya veracidad no está asegurada. De ese modo no se madura en el encuentro con la verdad. Las conversaciones finalmente solo giran en torno a los últimos datos, son meramente horizontales y acumulativas. Pero no se presta una detenida atención y no se penetra en el corazón de la vida, no se reconoce lo que es esencial para darle un sentido a la existencia» (50).

El tono grave que el lector reconoce en estas palabras recuerda el pensamiento expresado en el número 15 de Gaudium et spes: «El destino del mundo está en peligro si no se forman hombres más sabios». En esta línea, también, Francisco se pregunta retóricamente: «¿Es posible prestar atención a la verdad, buscar la verdad que responde a nuestra realidad más honda? ¿Qué es la ley sin la convicción alcanzada tras un largo camino de reflexión y de sabiduría, de que cada ser humano es sagrado e inviolable? Para que una sociedad tenga futuro es necesario que haya asumido un sentido respeto hacia la verdad de la dignidad humana, a la que nos sometemos. Entonces no se evitará matar a alguien solo para evitar el escarnio social y el peso de la ley, sino por convicción. Es una verdad irrenunciable que reconocemos con la razón y aceptamos con la conciencia. Una sociedad es noble y respetable también por su cultivo de la búsqueda de la verdad y por su apego a las verdades más fundamentales» (207).