Una llamada suave, pero penetrante - Alfa y Omega

Una llamada suave, pero penetrante

Orar por las vocaciones. 50 años después de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones es el título de la Exhortación pastoral que esta semana escribe nuestro cardenal arzobispo, en la que dice:

Antonio María Rouco Varela

El cuarto Domingo de Pascua, la Iglesia invita a sus fieles a contemplar a Jesucristo resucitado, su Señor, como el Buen Pastor que la guía y conduce a las fuentes de la vida y del gozo eterno. Esa presencia del Señor resucitado en medio de los suyos es la que les sostiene y anima en su testimonio de que el hombre, pecador y destinado a la muerte, que camina por cañadas oscuras a lo largo y a lo ancho de la Historia, es amado entrañablemente por Dios infinitamente misericordioso. La Iglesia es el débil rebaño del Hijo que ha de pedir insistentemente poder participar en la admirables victoria de su Pastor. La esperanza de los hijos e hijas de la Iglesia, ¡nuestra esperanza!, se funda, inconmovible, en que Jesús resucitado ya no muere más.

Esa presencia amorosa del Buen Pastor la conocemos y percibimos por la fe, en el interior de nuestras almas, como una llamada a seguirle sin miedo a su ley y sin vacilaciones, a la hora de la respuesta de nuestro pobre amor. La llamada es suave, pero penetrante. No admite demoras ni pérdidas de tiempo. Lo que está en juego es nuestra propia vida: ¿la queremos ganar, o la queremos perder?; ¿queremos que se vigorice y madure para la vida y la felicidad eternas, o nos da lo mismo que se descuide y desperdicie en este mundo, fracasando en el tiempo y en la eternidad? ¡No huyamos! ¡No abandonemos la Iglesia! Allí siempre lo encontraremos invisible y visiblemente en aquellos hermanos a los que Él ha constituido, por un don especial del Espíritu Santo y la imposición de las manos, como pastores de su rebaño. El Buen Pastor guía a su Iglesia, la cuida y apacienta en su caminar por la Historia y la vida de la familia humana sirviéndose de los que Él eligió y elige como sus pastores. La Iglesia los necesita hoy, tanto o más que en la primera hora de su historia. Sin ellos, no será posible ni el anuncio fiel del Evangelio, ni la actualización sacramental de los misterios de la vida, Pasión, muerte y resurrección del Señor, ni la santificación de las almas, ni, en último término, el que sus hijos –¡el nuevo pueblo de Dios!– estén en condiciones de santificar el mundo.

Urgencia espiritual

Hace 50 años, el Papa Pablo VI instituyó la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, en el ecuador del Concilio Vaticano II. Habían tenido ya lugar los dos primeros períodos de las sesiones conciliares. Hubo que esperar todavía a otros dos más –otoño de 1964 y 1965– para poder concluir felizmente el gran acontecimiento eclesial, nacido de la convocatoria del Beato Juan XXIII. Eran tiempos en los que la Iglesia se sentía dirigida e impulsada, desde dentro de sí misma –desde lo que en la espiritualidad de muchos de sus santos y maestros de la doctrina de la fe se llamaba su alma–, por el Buen Pastor a ofrecerse a unas sociedades y a una Humanidad hambrienta de la verdad y del amor de Dios y con la esperanza rota, como la casa y familia de Dios; que la había dispuesto y preparado por Jesucristo para que el hombre pudiese encontrar el lugar y la comunidad donde es buscado, recibido y amado como hijo y hermano. Para ello, la Iglesia había de renovarse interiormente y entregarse pastoralmente. Debería crecer y, en su caso, recuperar su ardor apostólico. ¡Había de evangelizar! Precisaba de fervorosos y renovados pastores; precisaba de hijos e hijas que respondieran a la llamada del Señor resucitado, presente en medio de los suyos, con el de un seguimiento incondicional y total en obediencia, virginidad y pobreza que ayudase eficazmente a hacerlo más llamativa y existencialmente visible.

La urgencia espiritual y pastoral para que la Iglesia en esta nueva encrucijada histórica, 50 años después del Concilio Vaticano II, se muestre y se abra al hombre actual como el lugar del encuentro con el Señor resucitado, el Buen Pastor, no es menor que en los años de su celebración. La increencia y la desesperanza han alcanzado los más remotos lugares del planeta en forma de visión secularizada de la vida, tratando incluso de infiltrarse en los miembros de la Iglesia misma –las ovejas del Buen Pastor–. La tentación de la secularización es poderosa. Si en 1964 se podía percibir, en algunos países del Occidente europeo, algunas leves señales de una incipiente crisis vocacional, a las alturas de 2013, la crisis de vocaciones para el sacerdocio y la vida consagrada se ha ahondado en la conciencia cristiana y se ha extendido por toda la Iglesia. Su dimensión cuantitativa y cualitativa es de unas proporciones inusitadas, y sin muchos precedentes en su historia, y todavía no suficientemente compensada por los nuevos carismas y realidades eclesiales que el Señor, el Buen Pastor, ha ido sembrando en su Iglesia en el último medio siglo de intensa y compleja aplicación de las enseñanzas y orientaciones pastorales del Concilio Vaticano II.

Como en 1964, la primera fórmula eclesial para superarla hoy no es otra que la de la oración humilde y comunitaria de toda la Iglesia: la plegaria al Señor de la mies para que envíe operarios a su mies. La oración ferviente delante del Santísimo Sacramento en la capilla de nuestro Seminario Conciliar, desde el viernes pasado y sin interrupción hasta el mediodía del domingo, culminando con la celebración eucarística en nuestra catedral, continuando y manteniendo la iniciativa de nuestra Delegación de Pastoral Vocacional, iniciada ya hace algunos años, es un ejemplo excelente y una llamada ardiente para perseverar en la oración por las vocaciones con humildad y fervor del corazón.