Un siglo después, ¿vuelta a las andadas?
«Creo conocer bastante bien la Historia, pero, que yo sepa, nunca se había producido una época de locura de proporciones tan enormes. Se habían alterado todos los valores, y no sólo los materiales…». Así escribía Stefan Zweig, en su libro El mundo de ayer: memorias de un europeo, que Alfa y Omega reseñó en el año 2001, cuando fue editado en español por El Acantilado. Ya entonces señalábamos que este libro era a la vez profético y una dramática advertencia sobre cuál puede ser el futuro inmediato, porque no se puede atentar contra la naturaleza del hombre y pretender salir indemnes. Dentro de unos meses de este 2014, se van a cumplir cien años del estallido de la Primera Guerra Mundial. Las guerras –sin excepción– son un fracaso rotundo de la Humanidad; pero a veces da la impresión de que los seres humanos no escarmentamos, como si quisiéramos volver a las andadas que tanta sangre y sufrimiento causaron
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y tal vez porque, con una cierta de dosis de ingenuidad, o quién sabe si de ilusión, o de esperanza cristiana, Stefan Zweig confiara entonces en que los seres humanos eran capaces de aprender lo esencial, escribió:
«Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y en los maestros. (¿Les suena?) Se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar entre sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Todo lo que no era de la misma edad era considerado como caduco. (¿Les sigue sonando?).
En las escuelas, siguiendo el modelo ruso, se creaban soviets escolares que controlaban a los maestros e invalidaban los planes de estudio, porque los niños debían y querían aprender sólo aquello que les venía en gana. Por el simple gusto de rebelarse se rebelaban contra toda norma vigente, incluso contra los designios de la naturaleza, como la eterna polaridad de los sexos. (¿Les suena?) Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez, se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieron en una gran moda, no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales. (¿Les sigue sonando?)».
Un siglo después, esto que parece escrito por algún editorialista en el periódico de ayer, conviene recordarlo para aviso de progres desmemoriados u olvidadizos que creen que lo de ahora es el no va más, y no saben que no hay nada nuevo bajo el sol.
«Todas las formas de expresión de la existencia, escribía Zweig, pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias; y, desde luego, también el arte. La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez, e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la Lengua. En el baile, el vals desapareció en favor de figuras cubanas y negroides. La moda no cesaba de inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia; en el teatro, se interpretaba Hamlet con frac y se ensayaba una dramaturgia explosiva.
En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes; por fin, la gran venganza de la juventud se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros padres. Pero, en medio de ese caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que, presos del pánico de quedar atrasados, se maquillaron de fogosidad artificial en pos de los extravíos más notorios, de una mezcla única de impaciencia y fanatismo. Todo lo extravagante e incontrolable vivió una edad de oro: la teosofía, el ocultismo, el espiritismo, la quiromancia, las enseñanzas del yoga, toda forma de estupefacientes… Los únicos temas aceptados en las obras de teatro eran el incesto y el parricidio y, en política, el comunismo y el fascismo.
La gente no respetaba la ética ni la moral; Berlín se convirtió en la Babel del mundo; en bares penumbrosos se veía a Secretarios de Estado y a importantes financieros cortejando, sin ningún recato, a marineros borrachos, mientras centenares de hombres vestidos de mujeres y mujeres vestidas de hombre bailaban ante la benévola mirada de la policía. Las muchachas se jactaban con orgullo de ser perversas; en cualquier escuela de Berlín, se habría considerado un oprobio la sospecha de conservar la virginidad a los dieciséis años…
Quien vivió aquellos años apocalípticos, hastiado y enfurecido, notaba que a la fuerza tenía que producirse una reacción, una reacción terrible».
¡Y vaya si se produjo!