Un provincial precoz bajo la dictadura - Alfa y Omega

Un provincial precoz bajo la dictadura

Puesto al frente de la Compañía de Jesús en su país poco después de haber hecho los últimos votos, Bergoglio llegó a presentarse en casa del dictador Videla para salvar a desaparecidos

María Martínez López
Con sus padres en 1958, el año en que ingresó en los jesuitas
Con sus padres en 1958, el año en que ingresó en los jesuitas. Foto: AFP.

«Era una locura», confesó el Papa Francisco en distintas ocasiones al referirse a su elección como provincial de los jesuitas en Argentina en julio de 1973, «solo tres meses después» de haber hecho los cuartos votos perpetuos. Sin embargo, «no cabía otra posibilidad», reconocía: la crisis posconciliar había privado a la Compañía de Jesús de buena parte de la generación anterior. A su juventud y falta de experiencia para esa tarea, se sumaba que en buena medida coincidió con la dictadura de Jorge Rafael Videla (1976-1983).

La crisis nacional venía de atrás. Esta «larga, dramática etapa», como cuenta en su autobiografía Esperanza, empezó a fraguarse ya durante sus años de formación con la violencia política, la represión del peronismo en los años 60 y el nacimiento de grupos de extrema derecha y de guerrillas de signo contrario. Ese ambiente llegó hasta la Iglesia con la teología de la liberación y la polarización. El propio Bergoglio, siendo aún maestro de novicios antes de sus últimos votos, tuvo que afrontar el hallazgo de explosivos en el armario de un estudiante.

«Me equivoqué mucho» en esa época, admitía. Pero los desafíos eran enormes. Tuvo que gestionar el traspaso de la Universidad del Salvador de la Compañía de Jesús a manos laicas por la deuda de un millón y medio de dólares que arrastraba. Fue entonces cuando Bergoglio empezó a ganarse fama de peronista, por ser de esta ideología su nuevo presidente. «También influyó que yo escribiera sobre la justicia social».

Pero, sobre todo, tuvo que hacer frente a la represión de la dictadura. Perdió a gente conocida, como su antigua y querida profesora Esther Ballestrino, secuestrada en 1977 y arrojada viva al mar —no sirvió de nada que la ayudara a esconder los libros que delataban su pensamiento de izquierdas— o al obispo Enrique Angelelli. Otras veces pudo evitarlo. Cuando los jesuitas Orlando Yorio y Franz Jalics, sospechosos de subversivos por vivir en las chabolas, desaparecieron, Bergoglio llegó a convencer a un capellán castrense para que le dejara ir en su lugar a celebrar Misa a casa del dictador para interceder por ellos. En otra ocasión llegó a amenazar con el infierno a otro militar si no liberaban a su amigo Sergio Gobulin. Incluso llegó a «transportar a gente a escondidas». Fueron «años terribles y de enorme tensión» que le llevaron a necesitar terapia.

Cocina popular en los años 70 y 80

Cocina popular en los años 70 y 80. Foto: CNS.

Aunque dejó de ser superior en 1979, tiempo después siguió ejerciendo una enorme influencia sobre la Compañía. En 1980 y hasta 1986 se puso al frente del Colegio Máximo, donde además de novicios jesuitas también se formaban sacerdotes diocesanos. Bajo su mando, la institución vivió una época de esplendor. Como en su época de provincial, Bergoglio siguió apostando por el redescubrimiento de los ejercicios espirituales, los retiros de discernimiento y la creación de grupos vocacionales, lo que llevó a un aumento de vocaciones tras la crisis posconciliar, relata su biógrafo Austen Ivereigh.

En unos pocos años, el Máximo llegó a albergar a unos 200 estudiantes, entre ellos el actual arzobispo de Córdoba, cardenal Ángel Rossi. Para alimentarlos a la par que suscitaba en ellos una vivencia de la pobreza, al rector se le ocurrió montar una granja con huerto, vacas, cerdos y ovejas. Los novicios —acompañados por él mismo, el primero en bajar a la cochiquera— debían cuidarlas no solo para su sustento sino para utilizar lo producido en un comedor para niños del barrio. La otra vertiente era la acción pastoral directa, recogiendo a los niños casa por casa para darles catequesis en las capillas de barrio. «Entren en el barrio y camínenlo», les decía. También los exhortaba, influido por las reflexiones de su admirado Miguel Ángel Fiorito sobre la religiosidad popular, a conocer, respetar y hasta imitar las prácticas piadosas de los fieles. Su capacidad de liderazgo y sus logros no pasaron desapercibidos. Y no solo para bien.

¿Qué ocurrió durante su exilio?

Los dos años que Jorge Mario Bergoglio pasó como director espiritual en la Residencia Mayor de los jesuitas en Córdoba, entre 1990 y 1992, fueron «la cuna del pontificado» de Francisco. Lo asegura a Alfa y Omega su biógrafo, Austen Ivereigh. Aunque, a primera vista, eran un exilio al no tener —como era costumbre— ninguna responsabilidad habiendo sido provincial. Fue la solución que los superiores encontraron a la creciente tensión y brecha que estaba surgiendo en la Compañía entre sus partidarios y sus detractores. Consciente de la situación, él mismo había pedido permiso a finales de los 80 para ir a Alemania a investigar. Pero solo permaneció allí seis meses.

Los desencuentros venían de que sus decisiones como provincial (1973-1979) y su manera de dirigir el Colegio Máximo (1980-1986) habían suscitado recelos entre algunos compañeros, que consideraban su modelo de prácticas espirituales, misión y acción caritativa anticuado y asistencialista y les preocupaba que incluso después de dejar de ser rector muchos jóvenes religiosos buscaran su consejo. Los detractores giraban sobre todo en torno al Centro de Investigación y Acción Social (CIAS), ubicado en un barrio acomodado de la capital y centrado en los estudios sociológicos.

En declaraciones a Sergio Rubin para el libro El pastor, Bergoglio no entra en estas cuestiones. Admite que «era demasiado exigente y algún error y hasta alguna injusticia cometí» al tomar decisiones «de manera brusca y personalista». «Lo fue», acepta Ivereigh; y tras esta experiencia «descubrió otra forma de liderar». Pero matiza que era el estilo de la época y, además, asegura que había cuestiones más de fondo en las que el Santo Padre «no quería entrar para no dañar a nadie». Él «quería reenfocar a los jesuitas en el carisma misionero», en un compromiso social «despolitizado» y en un contacto «muy personal» con el pueblo y surgió una brecha entre su enfoque, «más histórico, pastoral y cultural», y el sociológico del CIAS. La polarización ideológica del país no ayudaba.

En Córdoba «pasé momentos duros, dolorosos, de gran desolación y sequedad interior. Aunque también otros de mucha paz. Estuve muchas horas rezando ante el sagrario. Me decía: Dios sabrá cómo termina esto», relataba a Rubin. El resto del tiempo lo repartía entre confesar, leer y escribir —«sus escritos más agudos e importantes son de esa época», asegura Ivereigh—, y ayudar a cuidar a una veintena de sacerdotes ancianos. Llegó a dormir sobre un colchón en las habitaciones de los enfermos.

Esta austera rutina le ganó al principio fama de reservado y taciturno. Luego los demás sacerdotes «descubrirían una persona con una profunda vida religiosa y una solícita entrega a la dirección espiritual», a los necesitados y a los propios trabajadores de la casa cuando estaban desbordados. «De acá te vas como obispo», le dijo una vez un compañero sacerdote. Y otro, más enigmático, «su vida no termina así», recoge Rubin. También en esa época leyó 37 tomos de historia del papado.