En la vida y en la obra de Juan Pablo II se entrelazan las dimensiones que pertenecen a su incomparable personalidad intelectual y humana, por una parte, y las que corresponden a su ministerio como cabeza de la Iglesia católica. Considerada esta doble perspectiva en su auténtica realidad -es decir, con la mirada de la fe-, ambos aspectos vienen a coincidir. Y me parece que Karol Wojtyla, hombre de una fe arrolladora, no dedicó muchas horas de su tiempo a trazar la frontera que teóricamente separaría al pensador del Sumo Pontífice. Lo primero que se debe decir de él es que era un hombre de una pieza. Su riqueza vital no aboca acomplejidades ni laberintos. Hablemos, pues, de su pensamiento sin excesivos distingos.
El temple intelectual de Wojtyla viene marcado inicialmente por su condición de filósofo. Y esta configuración profesional, por así decirlo, no le abandonará a lo largo de toda su apasionante y fecunda labor intelectual. Donde quiera que miremos, nos encontramos con un hombre de letras, interesado en el teatro, la poesía y la Historia. A la filosofía llega, como otros, por la radicalización de sus aproximaciones culturales a la realidad del hombre contemporáneo, y de su patria polaca. Y tal radicalidad no es extraña a su vocación sacerdotal. Él mismo nos informa de que el estudio de un manual de metafísica tomista -en latín y muy poco apetecible a primera vista- es una de las claves de su fidelidad a la llamada recibida de Dios. Lo lee cuando era un seminarista clandestino, durante la ocupación nazi, en la segunda guerra mundial
Aquí ya tenemos un hilo conductor a través de su odisea intelectual: es capaz de descubrir la vitalidad de la tradición a través del rigor conceptual con el que todavía se nos ofrece. Con lo cual es perfectamente congruente su temprano interés por san Juan de la Cruz, un místico tomista, aunque la conjunción de estos dos términos parezcan a algunos una contradicción interna.
La tradición se abre al futuro
No es extraño que Karol Wojtyla se encontrara con la fenomenología en la siguiente singladura filosófica. Baste pensar en santa Edith Stein que, de discípula de Husserl y colega de Heidegger, pasa, con los años y tras su conversión, a escribir sobre la metafísica de Tomás de la Cruz, ya cerca de la mística del propio san Juan de la Cruz. El ambiente de la filosofía europea de entre guerras facilita estos movimientos. No olvidemos que Roman Ingarden, polaco, es uno de los principales representantes de esa fenomenología de orientación realista que le acercaba, también intelectualmente, a su amiga Edith Stein. Éste será el camino elegido por Wojtyla cuando decide estudiar, no sin enfoques críticos, a Max Scheler. Su campo temático, siendo ya profesor en la Universidad de Lublin, es la acción humana. Su preocupación pastoral, su cuidado por las almas, aflora enseguida. Se encamina hacia una ontología del espíritu, que constituya la base sólida para replantear la ética en una tesitura histórica en la que los cimientos de la moral clásica comienzan a resquebrajarse en la mente desorientada de quienes han asistido al derrumbamiento de casi todas las esperanzas puestas en la modernidad ilustrada. Persona y acción y Amor y responsabilidad son dos libros paralelos y complementarios. El primero es una impecable monografía filosófica de gran aliento, mientras que el segundo constituye una guía para la juventud estudiosa, perpleja ante el mundo que está surgiendo entre las ruinas de toda una civilización. Puestos a confrontar a Wojtyla con otros fenomenólogos y analistas del lenguaje de esos años, la impresión que se puede obtener es la de las ventajas que, para la propia fenomenología, depara la teoría de la acción de cuño aristotélico. Ésta será una ventaja especulativa y práctica de la que el futuro Papa sacará un gran rendimiento para bien de cuantos le hemos escuchado y leído. Es un pensador certero, apasionado por la verdad y totalmente de espaldas a la popularidad que deparan las modas intelectuales.
La llegada de un filósofo así equipado a la Sede de Pedro es un acontecimiento en la historia intelectual contemporánea. La Iglesia católica, como Newman vislumbró en su momento, estaba necesitada de una mayor atención a las tareas del pensamiento, y nadie mejor que un Papa, que era él mismo un pensador, podía hacerse cargo de ese reto. El tránsito de Juan Pablo II hacia la teología es completamente natural y se produce -se había producido ya- sin sobresalto ni violencia alguna. Años después, en la encíclica Fides et ratio, nos hará ver que la separación entre filosofía y teología -ajena a la tradición y consustancial al racionalismo- es la mayor tragedia del actual ejercicio metódico de la inteligencia. Cuando el nuevo Papa sale del Cónclave en el que fue inesperadamente elegido, lleva ya en su cartera un borrador de lo que será la Redemptor hominis, impresionante documento en el que se contiene el núcleo conceptual de todo su pontificado.
Las preocupaciones más íntimas de Juan Pablo II como pensador asoman por todos lados en Gaudium et spes, la Constitución más característica y quizá más brillante del Vaticano II. No importa tanto saber en qué tramos está presente la pluma o la intuición del entonces arzobispo Wojtyla. Porque todo el texto responde a una metodología fenomenológica, que acude a la realidad social misma, y a una inspiración ontológicamente clásica, según se revela en la precisión conceptual y en la estricta continuidad con una tradición doctrinal de siglos. Pero el mensaje de fondo del Concilio calaba más hondo, y en esa profundidad se encontraba ya el nuevo Papa. Es la teología trinitaria. La gran llamada de atención del Vaticano II consiste en la incitación a desarrollar la entera teología con una inequívoca inspiración en el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad. Tarea que estaba en buena parte por hacer y que el Papa Wojtyla ha impulsado de manera decisiva. A la Trinidad de Dios están dedicadas las tres encíclicas medulares de Juan Pablo II. En este momento, me viene a la mente, en primer lugar, Dives in misericordia, la encíclica dedicada al Padre. No deja de ser significativo que el segundo Domingo de Pascua fuera dedicado por Juan Pablo II a la Misericordia divina, siguiendo la revelación recibida por la religiosa polaca Faustina Kowalska, a quien él mismo canonizó. Si de algo está necesitado un tiempo implacable como el nuestro es precisamente de una misericordia cuyo único hontanar posible es la relación filial con Dios nuestro Padre. Dominum et vivificantem nos ofrece el camino -el Espíritu- para poder intentar siquiera la comprensión de esa hondura de plenitud por la que clama nuestra hondura de miseria. Y todo converge en Cristo, el Redentor, a quien estaba dedicada aquella encíclica inicial.
Amor humano, plano divino
Desde Agustín de Hipona, la sabiduría cristiana no tiene más que dos preocupaciones temáticas: Dios y el hombre esencial. Por otra parte, nuestro tiempo ha redescubierto al hombre como ámbito de desvelación del ser. De manera que la antropología seguía siendo un territorio de imprescindible dedicación para el fenomenólogo que, entre tanto, ha releído con fe y rigor la Biblia. Los ya famosos discursos del miércoles, en los que se comentan los primeros capítulos del Génesis, constituyen un tratamiento insólito y extraordinariamente interesante de la sexualidad humana, el punto más controvertido de la antropología contemporánea. A través de esos desarrollos, Juan Pablo II estudia el amor humano en el plano divino, con la vista puesta en la crisis actual de la familia en no pocos lugares, y el impacto -siempre ilustrativo y a veces disolvente- que la psicología inspirada en Freud opera en la mentalidad contemporánea.
Juan Pablo II es un competente y magnífico defensor de la fe. Punto por punto, recorre en sus documentos y alocuciones -miles y miles de páginas de la edición oficial- todas y cada una de las regiones conflictivas del pensamiento y la praxis de nuestro tiempo. No ha faltado quien tratara de caracterizarle como una especie de Jano bifronte: conservador en cuestiones dogmáticas y morales; avanzado y hasta progresista en materias sociales y culturales. Nada más apartado de la realidad. Con toda su riqueza de articulaciones y matices, la fuente inspiradora del pensamiento de Juan Pablo II, como antes apuntaba, es una sola. En primer lugar, su fe inconmovible y profunda. E inseparable de ella, su concepción de la trascendencia de la persona humana, de la que brota una alta valoración de su dignidad y de su libertad. La doctrina social de la Iglesia encuentra en Juan Pablo II un brillante renovador. Especialmente significativa es la encíclica Laborem exercens, en la que utiliza -de manera implícita pero clara- su teoría de la acción, inspirada en la fenomenología y en la tradición aristotélica.
La dimensión subjetiva del trabajo es la clave de su dignidad, de su irreductibilidad a la cosificación y a todo fetichismo. Sobre esta base, se replantea en clave positiva la economía de mercado, que en la Centesimus annus encuentra, por primera vez, amplia acogida en la enseñanza social católica, al tiempo que se advierten las limitaciones del economicismo neoliberal y los riesgos que el consumismo entraña para la propia democracia en los países del Occidente desarrollado. Juan Pablo II ve en el materialismo la raíz de la falta de solidaridad que aqueja a la civilización globalizada. La abundancia de bienes materiales, y la falta de generosidad para su distribución, es la causa más notoria de la ceguera espiritual que aqueja a las mujeres y los hombres de nuestro tiempo. Los sufrimientos que Juan Pablo II ha tenido que padecer en todos los momentos de su largo pontificado deben no poco a este talante egoísta e injusto.
De personalidad atractiva y alegre, Juan Pablo II era temperamentalmente optimista, pero, sobre todo, espiritualmente esperanzado. Su visión de la Historia -tema central en todo su pensamiento- está lanzada hacia el futuro, con una vivísima percepción del kairós, del momento oportuno.
Para él, el tiempo histórico no es homogéneo, como el que marcan las agujas del reloj. Es un tiempo cualificado y diferenciado, en el que los propios números presentan un valor simbólico que, para él, no quiere decir ficticio o ideal, sino cargado de una realidad más profunda que la cotidianeidad superficial. Baste con recordar que él ha sido el único intelectual capaz de hablar de manera coherente y dar sentido profundo al cambio de milenio, hasta el punto de que se apropió, sin pretenderlo, del año 2000. Por eso cabe decir que Juan Pablo II es un pensador para el siglo XXI, es decir, para un arranque innovador y esperanzado del tercer milenio.
Para el Papa Juan Pablo II, Cristo es la meta y fin de la Historia, cuya consideración radical ha de ser escatológica. Pero esta clave definitiva se desgrana después en la historia de los pueblos, en los que adquiere perfiles definidos e inconfundibles. También en este punto, Juan Pablo II tiene mucho de agustiniano. Dios es el Señor de la Historia; pero ahora el campo para la libertad humana se ve más amplio y dilatado, porque la experiencia de la modernidad es, a la postre, una vivencia cristiana de la que ya no podemos ni queremos prescindir. John Henry Newman vuelve a ser reivindicado; porque él entendió mejor que nadie que tradición y progreso son las dos caras de una misma realidad. Wojtyla ha reinterpretado y ofrecido al mundo la historia de su patria polaca. Lo acabamos de leer en ese libro revelador, Memoria e identidad, que es como el recordatorio de su último viaje.
Se nos ha ido Juan Pablo II, que aún tenía tantas cosas que decirnos. Buena parte de ellas las encontraremos en sus libros, discursos y homilías: un tesoro casi inexplorado. Pero lo decisivo nos lo ha transmitido con su propia vida. Y de ello nos sigue hablando, sin rumor de palabras, mientras contempla cara a cara la Verdad que buscó con denuedo y difundió con entera libertad.