¿Qué puede decirle a un cristiano Tío Vania, esa historia desoladora de un hombre que descubre, al final de su existencia, que todo aquello en lo que ha fundado los años que se le reservaban para vivir en esta tierra era un error. Peor que eso: un fraude, un engaño?
La adaptación de Tío Vania de Chejov al cine fue titulada Agosto, en un deseo de establecer un vínculo emocional entre las circunstancias del relato y el aspecto de suspensión temporal e indolencia, de sensación de tiempo perdido que caracteriza siempre al mes central del verano. Las vidas descritas bajo la mirada compasiva y la pluma implacable de Chéjov están sumidas en la contradicción de esa temporada estival. Mientras unos personajes se dejan llevar por la falta de compromisos sociales, por la relajación del ambiente, por la quiebra de los horarios de su actividad laboral, otros quedan sorprendidos por la oportunidad de meditación que ofrece ese periodo de descanso, descubriendo, a través de ella, los sentimientos de vacío y frustración que pueden surgir en cada esquina de un peligroso examen de conciencia.
Agosto es un mes propicio para regresar a aquellas lecturas que nunca podemos abandonar del todo. Los libros que son una presencia permanente en nuestra vida y a los que, de vez en cuando, hemos de retornar para hacer de ellos una reflexión alimentada por nuestra mayor experiencia. Y hay que volver a ellos con el tiempo y la serenidad que ofrecen esas semanas de estío, esos días anchos, de luz tensa y resistente, de cielo sin fisuras vacilantes, de atardeceres solemnes y lentos. Es posible recuperar entonces a los escritores rusos para los que se precisa una disposición especial, ya que nos exigirán la atención y las horas que otros podrán ahorrarnos.
Dicen que los jóvenes, por lo menos quienes lo eran cuando yo lo fui, preferían la lectura de los realistas rusos, en especial del atormentado Dostoyevski. Luego, uno tendía más a Tolstoi, a quienes los expertos consideran mucho mejor escritor. Para Steiner la oposición de estos dos gigantes con sus propuestas excluyentes sirvió para construir una colosal aproximación literaria a la condición humana. Yo no soy capaz de preferir a uno de los dos y creo que las lecturas siempre vienen a buscarnos conforme a nuestro estado de ánimo. Quizá sea que los narradores rusos describen a personas que, con independencia de su situación social y personal, parecen tomarse la vida con una seriedad dotada siempre de misticismo.
El campesino más humilde de Gogol acepta o sufre sus penalidades con un fatalismo fundamentado en una creencia profunda en la continuidad del mundo y el poder de Dios. El burgués liberal de Turgueniev busca un destino liberador ante la reticencia de la historia, pero nunca deja de establecer con su patria una conexión emocional que la distingue de las otras. Los personajes de la narrativa rusa no se limitan a ir viviendo; en su desesperada búsqueda de la verdad quieren saber cuál es el significado de su vida. Lo que en Occidente se expresa como pura anotación del reflejo de una sociedad de la que el lector habrá de extraer la sutil presentación de determinados problemas sociales, en Rusia pasa a ser una presencia lacerante, en primer plano desde el principio, que ahonda en la suerte del hombre y de la mujer a solas ante su destino. La novela de Occidente puede ser clerical o anticlerical. La novela rusa es siempre una narración teológica.
Este mes de reposo he vuelto a enfrentarme con ese mundo complejo lleno de personas sencillas, con sus preocupaciones expresadas sin contención, sin inhibiciones sociales ni los códigos de conducta de la narrativa inglesa. Y, sobre todo, he regresado a Chéjov. Nunca decepciona. Nunca cansa. Nunca deja de sorprender con un detalle que había pasado inadvertido por su cautelosa forma de eliminar todo lo que consideraba sobrepeso verbal en sus compañeros de oficio. He regresado, naturalmente, a sus relatos mejores. Y, desde luego, sobre todo, he regresado a Tío Vania. Lo he hecho pensando qué puede decirle a un cristiano esa historia desoladora de un hombre que descubre, al final de su existencia, que todo aquello en lo que ha fundado los años que se le reservaban para vivir en esta tierra era un error. Peor que eso: era un fraude, un engaño. Un hombre que llega a ese momento en que su vida ya no puede modificarse, en el que sabe que morirá solo, sin haber logrado sus sueños, sin haber sido amado jamás por la mujer a la que ama, y que observa, aterrado, cómo todos esos recuerdos de un tiempo inútil se agrupan ante sus ojos en un espantoso espectáculo de podredumbre personal.
Tío Vania ha perdido la esperanza. Como cristiano, no dejo de preguntarme si para esa vida malgastada, que representa todas las vidas de criaturas de Dios frustradas en su aspiración legítima a tener una existencia completa, quienes tenemos la obligación de dar consuelo disponemos de todas las respuestas. Porque todas ellas habrán de basarse en que seamos capaces de dar significado a la vida de quienes apenas pueden comprenderlo. Seres a quienes decimos que han sido creados libres y que vivirán la plenitud porque Jesús la prometió a quien creyera que somos hijos de Dios. Y, al llegar septiembre, cuando empieza un difícil periodo lleno de incertidumbres políticas, sociales, donde amenazan el malestar, la miseria, la injusticia, la soledad del hombre, los cristianos hemos de saber qué palabras habrán de darles satisfacción, qué promesa habremos de ofrecerles que tendrá seguro cumplimiento.