Tú también eres uno de ellos
Hace casi dos mil años, mientras Jesús era juzgado ante el Sanedrín, un grupo de hombres y mujeres increpó a Pedro: «También tú estabas con Jesús, el Galileo». Hoy, como entonces, declararse seguidor del Nazareno es, en muchos lugares, sinónimo de muerte
«Está en el dormitorio. No le dejamos salir de casa porque correría peligro»: la vida de Paul Masih (nombre ficticio por motivos de seguridad) cambió hace más de seis meses, cuando la acusación de blasfemia cayó sobre él como una losa en su Pakistán natal. Desde entonces, él vive escondido y su familia con la angustia de saber que, si lo descubren, el peso de la Sharia recaerá sobre todos ellos sin una pizca de piedad. Blasfemar -estar acusado de hacerlo- puede merecer la muerte; y esconder a un presunto blasfemo es recorrer el camino de entrada a la prisión.
Masih, un padre de familia que no alcanza la treintena, cuenta, con la angustia reflejada en el rostro, qué le ha llevado a vivir escondido en un pequeño dormitorio. Responsable de una tienda de material electrónico, esquivaba a diario las insinuaciones del copropietario del local, un musulmán que sospechaba que Masih era cristiano. Un día que Masih estaba fuera del establecimiento, el copropietario pegó un cartel con un verso islámico escrito en él. Cuando Masih, que no sabe leer árabe, quiso quitar el cartel, éste se rasgó. Suficiente para que el musulmán denunciara ante el imán de la mezquita local que Masih, el cristiano, había profanado el Corán e insultado al profeta. «Una turba enfurecida atacó la tienda y destruyó todo», afirma. Él huyó de la ciudad y se escondió en una localidad cercana, pero, dos meses después, fue reconocido por un vecino. «Reunió a un grupo de hombres y vino a por mí. Me golpearon con palos y me gritaron blasfemo», recuerda Masih, que decidió volver a su casa y esconderse. Desde entonces, las cuatro paredes del dormitorio son su único paisaje. No puede trabajar, no genera ingresos y no puede ayudar a su familia, que vive atenazada, no sólo por el miedo de que Masih sea descubierto, sino por la presión de saberse señalada por los musulmanes radicales de la ciudad, que hacen de las familias cristianas objetivo de sus furias. Todo, por haber roto por accidente un texto islámico en un país que oprime a la minoría cristiana.
Su historia la cuenta en un informe especial sobre Pakistán la organización International Christian Concern (ICC), que ha viajado hasta el país asiático para conocer de primera mano la realidad de los cristianos perseguidos. Publicado bajo el título Living the nightmare (Viviendo la pesadilla), el informe relata también la vida de Asif, un hombre separado desde 1998 de su mujer, hijos y hermanos, sólo por pertenecer a la comunidad cristiana del obispo John Joseph -muerto durante una protesta por la libertad religiosa-. Tras la muerte de Joseph, una ola de odio contra los cristianos recorrió la comunidad de Asif, y varios miembros fueron acusados de lanzar piedras contra un cartel con versos islámicos. Asif estaba entre ellos. Fue juzgado y condenado a siete años de prisión, sin una sola prueba. Puesto en libertad tras cumplir cuatro, su salida a la calle no significó el fin del calvario. «Todo el mundo sabe que soy cristiano y que he estado en la cárcel por blasfemo, así que no es seguro para mi familia que vivamos juntos», lamenta. Desde aquel 2002, se esconde y trabaja en una comunidad cristiana cercana a su pueblo; y viaja cuando puede -camuflado con un pañuelo que le cubre el rostro- hasta su hogar. ICC vivió el último reencuentro de Asif y su familia: sus hijos corrieron hacia él y su mujer y hermanos se echaron a llorar. No se veían desde hacía meses y no habían podido abrazarse ni siquiera tras la reciente muerte de la hermana pequeña de Asif. «Venir al funeral suponía demasiado riesgo. Era fácil que hubiera extremistas buscándome», lamentaba el joven.
Como Asif y Masih, muchos cristianos viven vidas de prisión y exilio en Pakistán y protagonizan un tercio de todas las acusaciones de blasfemia; un dato demasiado elevado, si se tiene en cuenta el pequeño porcentaje de población cristiana que hay en el país: sólo un dos por ciento, según el informe de ICC.
Su único pecado: decirse seguidores de Jesús. Hogares cristianos que vuelven sus ojos a la Cruz y recuerdan a diario el calvario de Cristo, mientras, a su alrededor, la intolerancia religiosa les grita aquello de Tú también eres uno de ellos.