En 1998, el maestro de vaticanistas, Luigi Accattoli, enumeraba en su libro Cuando el Papa pide perdón 94 ocasiones en que –rompiendo con una tradición de siglos– lo había hecho Juan Pablo II por graves faltas de los laicos o la jerarquía, desde el tráfico de esclavos hasta la condena a Galileo.
Con la misma libertad y humildad, Benedicto XVI pidió perdón en 2006 por un comentario sobre Mahoma en la Universidad de Regensburg, gravemente ofensivo para los musulmanes. Y en 2009, después de levantar la excomunión a cuatro obispos lefebvrianos ordenados ilícitamente, sin saber que uno de ellos negaba escandalosamente el Holocausto.
Y aún con más fuerza en 2010, en su histórica carta a los católicos de Irlanda, dirigiéndose a las víctimas de abusos sexuales de menores cometidos por sacerdotes y religiosos.
Como ha señalado la vaticanista de Crux Inés San Martín, «los tres últimos Papas han abierto el camino de un dogma de falibilidad papal en cuestiones prácticas», complementario del de la infalibilidad en «cuestiones de fe y de moral», proclamado por Pio IX en 1870.
Francisco pide perdón de modo natural, rotundo, y sin excesivas formalidades. El pasado 21 de diciembre, en su encuentro navideño con los empleados laicos del Vaticano y sus familias, el Papa les pidió perdón «porque nosotros –me refiero a la fauna clerical– no siempre damos buen ejemplo». Y con una sonrisa, añadió: «yo también pido perdón porque a veces pierdo los papeles…» (la paciencia).
El 16 de marzo, lo hacía en una carta a los argentinos, añadiendo: «aunque Dios me confió una tarea tan importante y Él me ayuda, no me liberó de la fragilidad humana. Por eso puedo equivocarme como todos».
Y el 11 de abril, en su carta a los obispos de Chile sobre los abusos sexuales fue aún más explícito: «reconozco, y así quiero que lo transmitan fielmente, que he incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada. Ya desde ahora pido perdón a todos aquellos a los que ofendí y espero hacerlo personalmente».
Lo hizo dos semanas después, invitando a tres víctimas –Juan Carlos, James y José Andrés– todo un fin de semana en su residencia de Casa Santa Marta. Para hablar con cada uno sin límite de tiempo.