Texto completo de la homilía del cardenal Cobo en la Misa de acción de gracias por el Papa

Texto completo de la homilía del cardenal Cobo en la Misa de acción de gracias por el Papa Francisco

«Es alguien querido. Los encuentros con él han sido de familiaridad y de hondura. Ha sido maestro, hermano mayor que siempre, en cada encuentro, dejaba ver su vinculación con el pescador de Galilea, el discípulo de Cristo, su amigo y su Señor», ha afirmado el arzobispo de Madrid durante la Eucaristía celebrada este lunes en la catedral de la Almudena

María Martínez López
Vista general de la catedral de la Almudena durante la Eucaristía.
Vista general de la catedral de la Almudena durante la Eucaristía. Foto: Santiago Tedeschi / Archimadrid.

¡Ha resucitado el Señor, aleluya! Aún resuenan en nuestros oídos y se mantiene ardiente nuestro corazón ante el triunfo de la vida ante el mal, el pecado y la muerte que celebrábamos en la Vigilia Pascual. Estos días hemos vivido con intensidad el misterio de la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Hemos contemplado a Jesús sirviendo desde la Eucaristía, entregando su vida en la cruz, experimentando el silencio del Sábado Santo para entrar en la sutileza de la Pascua.

Al inicio de esta Pascua, cuando la Iglesia mira al Resucitado, que hace nuevas todas las cosas y da sentido a la vida, Francisco ha salido a ese balcón, el mismo donde comenzó su pontificado, a bendecir. Ahora extenuado y casi sin voz, pero desde allí nos bendijo a todos, urbi et orbi, y con su vida frágil nos regaló, de nuevo, el abrazo del Resucitado.

Bendijo y marchó a Dios, ante quien siempre ha seguido como fiel discípulo. Nos ha dado a conocer al Dios, Padre y amigo, Dios que siempre da sorpresas, que no se deja encapsular, el Dios que por medio de su Espíritu siempre son desinstala. Y así se ha ido a Dios: dándonos una nueva sorpresa. El vernos la octava de Pascua sin su presencia, sin el apoyo de quien ha sido Pedro.

Esta tarde, con inmenso dolor, pero todavía con muchísima más esperanza, celebramos esta Eucaristía, acción de gracias a Dios por su vida; y para pedirle al Señor que le abra las puertas del paraíso. Cumplimos de este modo, pocas horas después de su tránsito al Padre, aquella frase que repetía sin cesar desde su primera aparición en la plaza de San Pedro: «Por favor, recen por mí».

El Papa de la misericordia y de la esperanza ha partido a la casa del Padre en una fecha en la que la liturgia pascual de la Iglesia no permite celebrar un funeral. Es el Papa de los signos provocativos hasta el final. Por eso nuestra Eucaristía, si cabe, es todavía más una inmensa acción de gracias a Dios porque en la Resurrección de Jesucristo hemos sido resucitados todos, y sabemos con certeza que la muerte no tiene la última palabra sobre nuestro querido Papa Francisco.

El cardenal camarlengo ha señalado el mejor epitafio para Francisco: «Ha retornado a la casa del Padre. Toda su vida estuvo dedicada al servicio del Señor y de su Iglesia. Nos enseñó a vivir los valores del Evangelio con fidelidad, valentía y amor universal, especialmente por los pobres y los más marginados». Pero seguro que no querría Francisco que nos centrásemos en él en esta celebración, sino en la dirección que él apuntó durante toda su vida.

Por eso, nuestra mirada se dirige hacia la Pascua que acabamos de empezar a celebrar, y nuestro oído hacia la Palabra de Dios que se dirige a su Iglesia, huérfana de quien nos preside en la caridad. En el relato del Evangelio de Mateo nos interpelan varios verbos hacia los que quiero llamar vuestra atención. El primero es «alegraos». Es una sola palabra de Jesús, a modo de saludo a aquellas mujeres que salen precipitadamente de visitar el sepulcro. Dice el evangelista literalmente que tenían «miedo y alegría». Dos sentimientos contradictorios. Como los nuestros este lunes. Sí; por paradójico que resulte, en un día como hoy, a nosotros se nos juntan las lágrimas y el corazón agradecido por la vida del Papa Francisco con el gozo de una Pascua recién inaugurada y sorprendida por una noticia dolorosa e imprevista.

Es alguien querido. Los encuentros con él han sido de familiaridad y de hondura. Ha sido maestro, hermano mayor que siempre, en cada encuentro, dejaba ver su vinculación con el pescador de Galilea, el discípulo de Cristo, su amigo y su Señor. Pero la esperanza, motivo de este año jubilar, es en la que ha vivido y ahora nos ayuda a sobreponernos a la tristeza. Es el gozo que produce la presencia real del Señor resucitado entre nosotros.

El segundo verbo que llama nuestra atención en el Evangelio es «no temáis». No hay temor en el amor. Ni siquiera la muerte atemoriza a quienes apostamos por la vida. La vida nueva, la vida plena, la vida eterna brota de un madero, sí, pero reverdecido; surge de un sepulcro pero su losa ha sido corrida de parte a parte; pasa inevitablemente por la muerte, pero no le deja la última palabra y se torna en pórtico y antesala de gloria. No. Los creyentes, aún doloridos por la pérdida, no tenemos miedo y la Pascua nos hace afirmarlo con fuerza.

Francisco ha sido un discípulo de la Pascua que nos quita los miedos. Mirando hacia adelante y dando la mano a todos ha conducido a la Iglesia hacia el futuro. Creo que Francisco siempre ha mirado hacia adelante sin miedos, con la confianza del hombre de fe y sabiéndose apoyado en la fortaleza del Evangelio. Su servicio a la Iglesia, hasta el último aliento, ha venido marcado por el celo apostólico del creyente profundo que miró a los ojos la misión que tiene la Iglesia en este tiempo. Cargó sobre sus hombros la misión de conducir a la Iglesia a la misión evangelizadora en las claves que este tiempo necesita.

Por eso no se fijó tanto en la institución de la Iglesia, sino que miró que la gente pudiese tocar a la Iglesia, que aprendiera que la Iglesia es madre que acoge a todos y que está llamada a servir y a amar. Supo poner lo importante en primer lugar.

«Que vayan a Galilea». Volver a los orígenes. Volver a la misión más originaria. Un Papa que siempre ha mirado hacia adelante. Con afán de renovar según la fuerza del Concilio Vaticano II pero con los pies en lo fundamental. Ya al inicio de su pontificado, en la exhortación Evangelii gaudium, Francisco nos colocó en las bases de cuanto ha realizado: renovar el encuentro personal con Jesucristo y dejarse encontrar por Él (n. 3).

Así ha conducido a la Iglesia sabiendo que es servidor no de una institución, sino del pueblo santo de Dios que camina entre los pueblos bajo el imperativo de la fraternidad y la evangelización.

Querida familia: estamos estrenando la Pascua y hoy nos sentimos apenados. ¡Las dos cosas son verdad! Por eso nos conviene recordar las palabras que Pedro, levantando bastante la voz, proclamó el día de Pentecostés y que nos recordaba la primera lectura: «Enteraos bien y escuchad atentamente […]: a Jesús el Nazareno […] Dios lo resucitó, liberándolo de los dolores de la muerte. Eso venimos a pedir al Dios de la Vida para nuestro hermano y Papa Francisco.

Gracias a todos por venir esta tarde a la catedral, la casa grande de la Iglesia en Madrid que quiere serlo de todos vosotros. Gracias por vuestra oración a los creyentes y por vuestra cercanía y solidaridad a los no creyentes. Gracias a las autoridades asistentes y a todo el pueblo santo de Dios.

Que el Señor otorgue a Francisco el premio a sus afanes apostólicos y le admita en la patria del cielo. Que el Resucitado nos inspire para continuar por la senda del Evangelio del Señor desde Galilea hasta los confines del mundo según la misión de la que Francisco ha sido fiel discípulo.